De todas las vicisitudes
que caben en la vida de un hombre el error es el accidente, o tal vez farsa, que mayor atención merece.
Existen
errores de tipo experimental, algunos premeditados y hasta calculados, pero son
más propios de la ciencia. Rara vez se da en la vida de alguien una voluntad
epistemológica con respecto a su proyección laboral, emocional y hasta de
quienes pueden invertir en bols; errores se producen casi siempre tras las
puertas de los laboratorios.
El error
inopinado cosifica al individuo y lo aleja como un fallo gravitacional de su
equilibrio y relación con el deseo:
- - A
tal sujeto lo noqueó de por vida un exceso de confianza en los bancos e
inversores.
- A
mengano un desmedido autoritarismo sobre su hija convirtió la relación de ambos prácticamente en la de
dos desconocidos.
- - A
un ciudadano que quiso hacer una política feliz y que prometía buenas maneras
lo arruinó un malentendido y acentuado liderazgo.
Luego, con el
tiempo, las víctimas de estos errores y de un sinfín de extraño jaez que
abarcaría un inmenso catálogo de géneros y de las combinaciones de estos,
tratan de evitar en una suerte de posibilidades de no incidir en los errores ya
conocidos y sobre todo sufridos. De esta manera el deseo se acota, se prohíbe,
se limita a una angostura y a una fatiga en la que pierde su esencia y
naturaleza. El discurso impetuoso y vehemente de la ambición pierde fuerza en
la niebla, en los vapores y vahídos del temor, hasta que perece en medio del
miedo, a veces asesinado por la espalda a manos del pánico en una carrera
vertiginosa.
De algún
pedagogo o terapeuta leí en una ocasión que es indispensable aprender a vivir
con el error del mismo modo que una caña de bambú combate al viento, con
flexibilidad y fortaleza. Convivir con el error y aceptarlo, guardando el
equilibrio al borde del precipicio, todo
el tiempo, una vez que has comprobado
las consecuencias de ser expulsado del paraíso de la infancia, es un ejercicio
de desgaste emocional que supone que el 99% de tu existencia lo dediques al
arte de la plasticidad en detrimento de la búsqueda y descubrimiento del objeto
del deseo, de ese tesoro oculto que no nos atrevemos a desvelar por miedo a la
secuencia de errores que pondríamos desencadenar. Una trágica entelequia,
desear y ser maniatado en un mismo acto.
Cabe
preguntarse si la dignidad que tanto nos preocupa y por la que algunos
continúan luchando no es más que el
reflejo de nuestra propia imagen. Un espejo en el que confundimos teoría y
praxis. No deberíamos dejar de pensar nunca en el saldo de intereses que
producen el error y el miedo.
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