lunes, 23 de noviembre de 2020

EL PLAN

 





 

  Con una simple ojeada desde la ventana de mi aula tan solo se aprecia un pequeño trozo de cielo -o de oscuridad si ha caído la noche-, y el cierre funcional de uno de los balcones del edificio de enfrente. El hueco de aquél es un rectángulo que se encuentra a la misma altura que el cuadrado perfecto por el que miro y que dista a unos cuatro metros al otro lado de la estrecha calle. Si te detienes un poco en ese primer vistazo, puedes observar tras los delgados barrotes plegables dos puertas de aluminio blanco con una celosía de cristales de colores que impiden ver el interior.  

  Hay tardes en las que tengo la sensación de que la angostura y el secreto casi se pueden tocar. Sobre todo si la clase transcurre aciaga y tus deseos se ejercitan contra tu profesión y han viajado fugazmente a lugares espaciosos con bellos paisajes y te encuentras disfrutando de un aperitivo o de una conversación con tertulianos afables. De tantas veces como se ha tropezado mi mirada con los colores azul, rojo y verde del balcón, sin pensarlo he terminado convenciéndome sin ningún argumento de base que ocultan una amplia habitación en la que se almacenan muebles viejos y objetos en desuso de toda índole. No me cuesta ningún esfuerzo imaginar cómo una capa de polvo ha cubierto desde hace años las superficies de mesas, de estantes, de torres de ordenadores obsoletos, de carpetas, de alguna prenda de vestir, de lapiceros y posits con anotaciones que todavía se mantienen adheridos y hasta de algún juguete olvidado o quién sabe si hasta desdeñado. Tampoco me supone ningún trabajo dar por sentado que en esta estancia no entra ningún ser humano desde hace dicho tiempo.

 Si tuviese que hablar ante una concurrida audiencia sobre la veracidad de esta cuestión me vería en una controvertida situación a causa de mi dudosa identidad.  ¿En qué se fundamentaría mi “Yo” y mi “Consciencia” para señalar los límites de mi realidad? Creo que el mundo entero y sus casi ocho mil millones de seres humanos son extrínsecos a esta existencia. Me turba pensar que si yo soy uno más entre esos millones ¿cómo puede suceder que mi mente posea una cosa ajena a ella misma? Más aún, es vertiginoso colegir que cada uno de mis coetáneos puedan ser productores de existencias ajenas a este mundo. Habría entonces, aunque esto no me incumbe y tampoco afecta al, digamos que, normal desarrollo de esta narración, dimensiones o realidades desconocidas por doquier pululando alrededor del orbe y sus criaturas. A pesar de todo y dicho esto, deduzco que nadie pondrá en tela de juicio la veracidad de mis pensamientos, o al menos mi firme convicción de lo que doy por hecho, y por supuesto tampoco nada de lo que aquí hablo.

  En alguna ocasión, cuando he preferido encontrar una explicación racional o convincente para pasar al otro lado del balcón, he divagado sobre el efecto que me provocan los tres colores que intentan opacar esta realidad ya incuestionable. Esto no es precisamente placentero. He investigado un poco acerca de la crematología, la semiótica y la teoría de los colores con las emociones relacionadas de la especie humana. Parece que el lenguaje del color puede provocar sin que seamos conscientes una interrupción en la aliteración de palabras sugestivas o en la secuencia de imágenes que puedas desarrollar con una determinación de distintas índoles y circunstancias. Del rojo, el color de la sangre palpitante y del fuego, se dice que es el color de los sentidos vivos y ardientes, de la sublimación y la agonía. El verde es el color de la vegetación, pero también de la muerte, de la lividez extrema. El azul oscuro es el color del cielo en la noche y del mar tempestuoso. Algunos semióticos cuentan que los tránsitos entre estos colores representan la vida, la descomposición y la muerte; aunque contemplan que el sentido también puede darse a la inversa. En dichas ocasiones en las que he antepuesto la razón al peso de mi imaginación el mundo siempre se vuelve alígero y adverso. Entonces me vienen sentimientos inquietantes. No sé si la hostilidad que siento nace fuera o dentro. Algo me dice que me estoy oponiendo deliberadamente a leyes demiúrgicas o a la inercia natural de mis actitudes con las que fui concebido para la vida y tengo el pálpito de que los fenómenos se invierten y alguien o algo me observa desde el otro lado del balcón. Siento que tal vez yo sea el paradigma pero desde su propia concepción. Es decir, existo porque soy capaz imaginarme a mí mismo. Ahora creo que todo se ha ido conformando minuciosamente según un plan urdido por “otro yo imaginador” que convive conmigo en mi interior.  No he podido desvelar su propósito pero tras los sucesos que acaecieron la noche de ayer doy por concluido dicho plan. 

           Cuando terminé mi jornada y me disponía a salir del edificio, comprobé que las gotas que salpicaban el cristal de la ventana desde la que miro, representaban mucho más que un esporádico chaparrón. Había llovido toda la tarde y continuaba haciéndolo de modo torrencial. Me dirigí a los aparcamientos sorteando grandes charcos y luchando a duras penas contra las rachas de agua y viento. Tal vez a causa de la humedad acumulada en mis lentes me costó identificar mi coche en una atmósfera que me pareció más densa que en otros momentos meteorológicos parecidos ya vividos.   Una vez que me introduje en él llamé a Z para comunicarle que no se preocupara si me retrasaba unos minutos, que prefería esperar a que amainara un poco el temporal antes de confiarme a la autopista. Nada más descolgar el teléfono Z, antes de oír su voz, sentí tensión y nervio, un alboroto extraño, algo así como el clamor de cosas que casi siempre están en silencio. Después, cuando habló Z, con su voz de mezzo soprano y ritmo pausado, se oía en un plano por encima del ruido del viento y del fuego, de los caóticos sonidos del bosque y sus criaturas y del estrépito de la tempestad en alta mar. A pesar del desastre que anunciaba se autocomplacía con la dicción exacta de cada sílaba pronunciada.

  _ Tengo mucho miedo. ¡No vuelvas! Creo que está pasando algo horrible. Oigo crujidos en el estruendo y sirenas en todas direcciones. Hay gente gritando muy cerca. ¡No vuelvas! No te preocupes por mí. Me voy a dar una ducha mientras haya luz. ¡Quédate donde estés! Cuando todo pase seguiremos amándonos en esos lugares que sólo tú conoces. Una vez más debo darte la razón. ¡Este mundo es un infierno!

 Tras un fuerte golpe oí cristales rotos y después se cortó la comunicación.

    No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces. Tampoco sé para qué ni para quién estoy grabando este audio. La autopista está desierta y no encuentro ninguna salida. He llamado varias veces a Z y solo obtengo por respuesta a la operadora informándome que es imposible establecer la llamada porque el número marcado no existe. Supongo que muy pronto me quedaré sin combustible. Sin embargo, el marcador del depósito de combustible no baja del máximo. No sé adónde me dirijo pero tengo la sensación de que el lugar no está muy cerca. No sé si está amaneciendo o anocheciendo. Me busco en el espejo retrovisor y solo veo el balcón con la celosía de colores.