Con una simple ojeada desde la ventana de mi aula tan solo se aprecia un
pequeño trozo de cielo -o de oscuridad si ha caído la noche-, y el cierre
funcional de uno de los balcones del edificio de enfrente. El hueco de aquél es
un rectángulo que se encuentra a la misma altura que el cuadrado perfecto por el
que miro y que dista a unos cuatro metros al otro lado de la estrecha calle. Si
te detienes un poco en ese primer vistazo, puedes observar tras los delgados
barrotes plegables dos puertas de aluminio blanco con una celosía de cristales
de colores que impiden ver el interior.
Hay tardes en las que tengo la sensación de que la angostura y el
secreto casi se pueden tocar. Sobre todo si la clase transcurre aciaga y tus
deseos se ejercitan contra tu profesión y han viajado fugazmente a lugares
espaciosos con bellos paisajes y te encuentras disfrutando de un aperitivo o de
una conversación con tertulianos afables. De tantas veces como se ha tropezado
mi mirada con los colores azul, rojo y verde del balcón, sin pensarlo he
terminado convenciéndome sin ningún argumento de base que ocultan una amplia
habitación en la que se almacenan muebles viejos y objetos en desuso de toda
índole. No me cuesta ningún esfuerzo imaginar cómo una capa de polvo ha
cubierto desde hace años las superficies de mesas, de estantes, de torres de
ordenadores obsoletos, de carpetas, de alguna prenda de vestir, de lapiceros y
posits con anotaciones que todavía se mantienen adheridos y hasta de algún
juguete olvidado o quién sabe si hasta desdeñado. Tampoco me supone ningún
trabajo dar por sentado que en esta estancia no entra ningún ser humano desde
hace dicho tiempo.
Si tuviese que hablar ante una concurrida
audiencia sobre la veracidad de esta cuestión me vería en una controvertida
situación a causa de mi dudosa identidad.
¿En qué se fundamentaría mi “Yo” y mi “Consciencia” para señalar los
límites de mi realidad? Creo que el mundo entero y sus casi ocho mil millones
de seres humanos son extrínsecos a esta existencia. Me turba pensar que si yo
soy uno más entre esos millones ¿cómo puede suceder que mi mente posea una cosa
ajena a ella misma? Más aún, es vertiginoso colegir que cada uno de mis coetáneos
puedan ser productores de existencias ajenas a este mundo. Habría entonces,
aunque esto no me incumbe y tampoco afecta al, digamos que, normal desarrollo
de esta narración, dimensiones o realidades desconocidas por doquier pululando
alrededor del orbe y sus criaturas. A pesar de todo y dicho esto, deduzco que
nadie pondrá en tela de juicio la veracidad de mis pensamientos, o al menos mi
firme convicción de lo que doy por hecho, y por supuesto tampoco nada de lo que
aquí hablo.
En alguna ocasión, cuando he preferido encontrar una explicación
racional o convincente para pasar al otro lado del balcón, he divagado sobre el
efecto que me provocan los tres colores que intentan opacar esta realidad ya
incuestionable. Esto no es precisamente placentero. He investigado un poco
acerca de la crematología, la semiótica y la teoría de los colores con las
emociones relacionadas de la especie humana. Parece que el lenguaje del color
puede provocar sin que seamos conscientes una interrupción en la aliteración de
palabras sugestivas o en la secuencia de imágenes que puedas desarrollar con
una determinación de distintas índoles y circunstancias. Del rojo, el color de
la sangre palpitante y del fuego, se dice que es el color de los sentidos vivos
y ardientes, de la sublimación y la agonía. El verde es el color de la
vegetación, pero también de la muerte, de la lividez extrema. El azul oscuro es
el color del cielo en la noche y del mar tempestuoso. Algunos semióticos
cuentan que los tránsitos entre estos colores representan la vida, la
descomposición y la muerte; aunque contemplan que el sentido también puede darse
a la inversa. En dichas ocasiones en las que he antepuesto la razón al peso de
mi imaginación el mundo siempre se vuelve alígero y adverso. Entonces me vienen
sentimientos inquietantes. No sé si la hostilidad que siento nace fuera o
dentro. Algo me dice que me estoy oponiendo deliberadamente a leyes demiúrgicas
o a la inercia natural de mis actitudes con las que fui concebido para la vida
y tengo el pálpito de que los fenómenos se invierten y alguien o algo me
observa desde el otro lado del balcón. Siento que tal vez yo sea el paradigma
pero desde su propia concepción. Es decir, existo porque soy capaz imaginarme a
mí mismo. Ahora creo que todo se ha ido conformando minuciosamente según un
plan urdido por “otro yo imaginador” que convive conmigo en mi interior. No he podido desvelar su propósito pero tras
los sucesos que acaecieron la noche de ayer doy por concluido dicho plan.
Cuando terminé mi jornada y me disponía a
salir del edificio, comprobé que las gotas que salpicaban el cristal de la
ventana desde la que miro, representaban mucho más que un esporádico chaparrón.
Había llovido toda la tarde y continuaba haciéndolo de modo torrencial. Me
dirigí a los aparcamientos sorteando grandes charcos y luchando a duras penas
contra las rachas de agua y viento. Tal vez a causa de la humedad acumulada en
mis lentes me costó identificar mi coche en una atmósfera que me pareció más
densa que en otros momentos meteorológicos parecidos ya vividos. Una
vez que me introduje en él llamé a Z para comunicarle que no se preocupara si me
retrasaba unos minutos, que prefería esperar a que amainara un poco el temporal
antes de confiarme a la autopista. Nada más descolgar el teléfono Z, antes de
oír su voz, sentí tensión y nervio, un alboroto extraño, algo así como el
clamor de cosas que casi siempre están en silencio. Después, cuando habló Z, con
su voz de mezzo soprano y ritmo pausado, se oía en un plano por encima del
ruido del viento y del fuego, de los caóticos sonidos del bosque y sus
criaturas y del estrépito de la tempestad en alta mar. A pesar del desastre que
anunciaba se autocomplacía con la dicción exacta de cada sílaba pronunciada.
_ Tengo mucho miedo. ¡No vuelvas! Creo que está pasando algo horrible.
Oigo crujidos en el estruendo y sirenas en todas direcciones. Hay gente
gritando muy cerca. ¡No vuelvas! No te preocupes por mí. Me voy a dar una ducha
mientras haya luz. ¡Quédate donde estés! Cuando todo pase seguiremos amándonos
en esos lugares que sólo tú conoces. Una vez más debo darte la razón. ¡Este
mundo es un infierno!
Tras un fuerte golpe oí cristales rotos y
después se cortó la comunicación.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde
entonces. Tampoco sé para qué ni para quién estoy grabando este audio. La
autopista está desierta y no encuentro ninguna salida. He llamado varias veces
a Z y solo obtengo por respuesta a la operadora informándome que es imposible
establecer la llamada porque el número marcado no existe. Supongo que muy
pronto me quedaré sin combustible. Sin embargo, el marcador del depósito de
combustible no baja del máximo. No sé adónde me dirijo pero tengo la sensación
de que el lugar no está muy cerca. No sé si está amaneciendo o anocheciendo. Me
busco en el espejo retrovisor y solo veo el balcón con la celosía de colores.