En el pequeño guardapolvo de la puerta falsa,
la pared contraria a la ventana del salón principal tenía un color distinto.
Parecía que María Luisa, la asistenta, la había limpiado o le había pasado una
leve capa de pintura. Sabe que en aquella hora del día los colores pasteles o
suaves son difíciles de captar por los fotorreceptores de sus retinas. La horas
doradas pueden ser mágicas para los fotógrafos pero nunca serían positivas en
la observación detallada de todo lo que te rodea, sobre todo si llevas un
cadáver en el maletero de tu vehículo. Cualquier detalle por pequeño que sea
puede desatar los nervios de un individuo monomaníaco, obsesivo a veces hasta
el delirio por la idea de que algo o alguien lo vigila y persigue
permanentemente desde hace décadas. Tras cinco pasos un tanto vacilantes hacia
la pared sospechosa su desconfianza se hace efecto una vez más en el fundamento
más tétrico de su intuición. Casi nunca sucede nada en las cosas que él teme,
pero cuando es lo contrario la anomalía le pesa como prueba repetida y
adocenada de su escasa suerte. Le resulta deprimente encontrar la luz de la
lámpara del salón encendida. Es triste no poder evaluar el alcance de sus
despistes o del allanamiento o intrusismo en su vivienda. La vivencia es tan
fuerte que podría permitirse agacharse y agitar con sus brazos el aire del
vacío que siente bajo sus pies. Intenta al menos no hacerse duros reproches que
puedan afectar su ego profesional o la falta de actitudes que garanticen
continuar disfrutando de la mente privilegiada que cree poseer. Pero es una
evidencia que la pequeña bombilla está encendida y que un leve escalofrío
recorre la extensión de su espalda. La puerta está entornada -esto era lo
último que podía esperar de unas circunstancias en las que el cálculo de
probabilidad de que esto mismo se produjera a causa de su negligencia eran
prácticamente nulas-. La situación va
adquiriendo en su imaginación tintes de comicidad cuando piensa que existe una
remota posibilidad de encontrarse tumbado en la chaise longue del salón a su
propio yo en una realidad paralela en la que la que fastidiosa y soporífera
muerte de Mor nunca tuvo lugar. Le dan ganas de ir al Land Rover y arrastrar la
bolsa mortuoria hasta el centro del salón y organizar allí mismo una tertulia
con los máximos expertos mundiales en materia de ciencias sociales en primer
término sobre el impacto cultural y antropológico que tienen las migraciones.
Se acuerda por intuición –o por instinto, esto es imposible saberlo- de los
flamencos que bajan del cielo para hacer un receso tras las suaves peñuelas del
infinito secano, meteorizadas, y algunas con ralas sementeras de trigo, a su
paso por la comarca antes del definitivo vuelo al otro continente. Quién sabe
si al paraíso, como a él le gusta imaginarlo, o como es posible que lo sientan
estos phoenicopterus sin conocimiento de la experiencia de cientos de
generaciones anteriores, como tierra fértil. El 31 de mayo de 2008, a las 09:41
horas, el día del cumpleaños de Atilano, un individuo con el que fraguó una
efímera pero estrecha amistad a juzgar por lo mucho que se ha acordado siempre
desde que se separaron tras dejar la universidad, con el que compartió piso y del que aprendió
(si tenemos en cuenta las razones concluyentes a las que ha llegado con el paso
del tiempo) que es importantísimo fomentar un fuerte ego para ahuyentar tus
fantasmas internos, leyó en la web de
TVE que el Sahara seis mil años atrás fue un Vergel. Alguna vez ha
pensado que si lo fue existe una remota posibilidad de que se regenere para
solaz de una hipotética descendencia de Mor. Bueno es pensar, aunque sea en
modo reactivo, en la probabilidad de que Mor engendrase en un vientre ideal
antes de salir de Senegal una vida capaz de dar fe de su energía espiritual mediante
argumentos tangibles ajenos a la originalidad de la obra de arte o la
trascendencia económica en el entramado social de un gran capital, patrimonial
o en efectivo. Se le suben los jugos gástricos hasta la garganta. Puede que el
sabor a ajos y comino sea de las aceitunas que comió la tarde anterior, las que
cosecha gracias al olivo que le envió Atilano con motivo de su propio
cumpleaños, y que el mismo día, el 9 de mayo de 2008 a las 10:41 plantó
diligentemente. Tal vez con la intención de no oír sus quejas en una hipotética
visita más que por verdadero respeto al amigo. Esa obsesión de querer seducir a
todo el mundo con la ubicuidad de un dios le molestaba sobremanera. Tendría que
haber roto los lazos con Atilano casi desde el principio pero ahora era
demasiado tarde. Las excusas para evitar a alguien son tan fastidiosas como los
motivos que las argumentan. Se dan situaciones tediosas que podríamos evitar si
no nos dejáramos arrastrar por la viciada inercia de la injustamente
entronizada vida social.
La gran
envergadura de la figura de Atilano, a escasos centímetros del dintel de la puerta
del pasillo que conduce a las habitaciones, es la evidencia de que no hay en el
salón ningún yo-paralelo perdido en el pasado. Siente un dedo presionándole en
la base de su columna vertebral. Solo es una sensación. Porque tras él no hay
nadie. Pero la experimentación del tacto le estimula tanto que su hipotálamo transforma
en su socio sistema límbico al instante hormonas que en un principio insuflaban
cólera en otras que transmiten tristeza. Un posible deja vu que le conduce a la
conclusión de la primera impresión que tuvo cuando conoció a Atilano. Algo le
dijo que no se dejara rendir ante la evidente apariencia de probidad. Allí, en
aquel momento, el deseo de tirarse encima de él y estrangularlo con sus propias
manos es tan efímero como un pestañeo. Tal vez porque en ese estanco minúsculo
de su hipotálamo otra hormona filtro intermedia segrega la visión de una figura
de Atilano no humano. Aún así, presintiendo su inmediata y ridícula actitud, se
dirige al imponente cuerpo inerte con la velocidad que le permite su tristeza y
le suelta un golpe haito de karate en la garganta. La figura inexpresiva de
Atilano sufre en el gesto de sorpresa que a veces los individuos componen ante
el trauma o el pánico. Es decir, la ausencia de todo neuma ante la
estupefacción. El muñeco Atilano se tambalea de espaldas a una de las paredes
del pasillo. Es lógico que no haya
contemplado que tiene unos cuantos kilos de hierro en cada bota forrada de
cartón. Por un instante está convencido que el Atilano muñeco o el verdadero no
puede respirar y que siente un fuerte dolor en el pecho y que pronto tendrá en
su saldo de homicidios involuntarios y otros antónimos, por denominarlos con un
mínimo de delicadeza ante el despliegue de emociones que el narrador, teniendo
en cuenta su lado más empático, está revelando del personaje. Observa por
automática intuición que otra muerte en este momento de su vida sería poco
recomendable para su aburrida existencia, o cuando menos, absurda para el
juicio de la comunidad a la que pertenece, aunque ésta ni se entere ni fuera a
echar de menos ni a la víctima ni a la reputación del verdugo. Siente en sus
labios una sonrisa tímida de quien pronto va a poder corroborar un antiguo
presentimiento. Su orgullo personal de ser capaz de someterse a la crítica
permanente de sus sentimientos le permite felicitarse a sí mismo por reconocer
la primera sensación que obtuvo la primera vez que vio a Atilano. Su probidad
le resultó entonces y ahora insultante. El golpe haito era inevitable antes o
después en su subconsciente, y también, por qué no decirlo, en su conciencia.
Según sus informaciones
Atilano debía encontrarse a miles de quilómetros de distancia al otro lado del
océano, pero está seguro que la presión en la base de su columna ha sido una
sensación verdadera. “Algo o alguien de la manera que sea le ha impelido a
defenderse sin dudarlo del hijo de puta este de Atilano”, se dijo. Este o
aquello en lo que se haya transformado este sujeto desde el lugar que se
encuentre en el mundo lo ha sugestionado hasta el punto de desencadenar un
ataque violento. ¿Para qué quiero un amigo o enemigo que le va a ir bien y lo
hace todo bien si de él no tengo noticias desde hace décadas?
Tiene la
mirada perdida en el fondo del pasillo. En la cocina un fino rayo de sol logra
abrirse paso a través de las abigarradas superficies de objetos desordenados
hasta acertar contra la superficie convexa de una cucharilla tirada en el
suelo. De no ser por las miles de hormigas que se han apoderado de ella tal vez
el metal brillaría para él como un señuelo en la bruma en la que se acaba de perder
su dolor. Pero una vez más, siempre según qué combinación de elementos en su
obstinada interpretación del efecto del mundo externo en el interno y viceversa,
repercute en su conducta. Solo es consciente de que está viendo y sintiendo dos
hormigueros cuando tiene la necesidad del desayuno. Uno sobre la cucharilla
impregnada de Nutella de la última merienda, y otro en el fondo de su estómago.
Necesita comer para comprender o al menos asumir los factores que le han conducido hasta situación en la que se halla.
¿Es posible que
Atilano sepa que él ha matado a Mor?¿A un negro que nunca debió cruzarse en el
camino o a un desgraciado inmigrante que tuvo la mala suerte de que un necio
paseara con aires de gallo manso con su todoterreno vintage por un solitario
paraje? ¿Qué pretende este desgraciado enviándole una réplica en cartón con el
aspecto de cuando eran veinteañeros? ¿No es una puta casualidad que su casa se
la encuentre abierta y con un tentetieso esperándole a mitad del pasillo el día
que se le ocurre regresar eventualmente con los restos escondidos de un
africano? Presiente que Atilano no debe andar muy lejos. Quizá esté oculto en
algún lugar de la casa esperando el momento para irrumpir cuando él menos se lo
espera. Sintió un leve escalofrío en la nunca y se acordó de repente del
maniquí que Atilano tenía en la habitación del piso que compartían hacía ya más
de veinte años.
Vestía al
muñeco con la ropa que desechaba. Alguna vez incluso compró algún complemento
barato en los mercadillos de la ciudad para que, según sus palabras, “su yo” se
sintiera equilibrado. Contaba que había gente que tenía perros o gatos en casa
con la intención de sentirse acompañados y que para él esto no era más que una
actitud hipócrita. La gente en realidad no necesita tanto la compañía como
asegurarse de cuántas cosas pueden hacer para satisfacer ciertas necesidades
raras como medidas compensatorias a sus egos y al menoscabo que estos producen
en el ritmo biológico del planeta. Mucha gente prefiere aplicar este
terapéutico altruismo en la causa desinteresada de cuidar animales antes que
enfrentarse a sí mismo con la tediosa tarea diaria de aceptar sus constantes
despropósitos. Decía que todos esos individuos con perros y gatos eran una
legión que no sabe que en realidad, muchas veces en la vergüenza e incluso para
la ignominia de sus congéneres que son conscientes de ello, están poniendo de
manifiesto la enfermedad que todos llevamos dentro, tal vez eso tan malicioso y
sofisticado que occidente ha llamado como “pecado original”. Decía que él
aceptaba con humildad que era un necio por su condición humana pero no estaba dispuesto
a asumir ciertos roles inducidos por las autoridades éticas y morales de la
inevitable sociedad hipócrita a la que pertenecemos, que su ejercicio de
observación con el maniquí lo mantenía la mayor parte del tiempo a salvo de las
miserables prácticas de redención o liberación de sus semejantes, decía que
hablaba mucho con él y le servía para aliviar el peso de sus preocupaciones,
tanto mundanas como divinas. Alguna vez, a través del hueco de la puerta
entornada de su habitación, pudo ver a Atilano arreglando la ropa o la peluca
de la esbelta figura. Nunca lo pilló en uno de sus presumibles soliloquios,
pero lo prefería. Probablemente si le hubiera oído hablar a través de las
paredes se habría cambiado de piso inmediatamente. No habría podido soportar la
complicidad, el fastidio de tener que fingir la normalidad en una convivencia
con un tipo inteligente y que comportara a la vez las manías estúpidas de una
especie de visionario o iluminado.
Cuando fue a por otro tarro de Nutella se dio
cuenta que era un perfecto imbécil. Había omitido no solo las normas básicas de
cualquier policía, sino que además el más grande de los chapuceros, el más
inepto de los homicidas dejando los restos de un cadáver abandonados y a merced
de las actitudes impredecibles de los vecinos o del olfato de cualquier
chucho.