miércoles, 16 de septiembre de 2020

MUÑECOS (ZOOS XX)

 





  En el pequeño guardapolvo de la puerta falsa, la pared contraria a la ventana del salón principal tenía un color distinto. Parecía que María Luisa, la asistenta, la había limpiado o le había pasado una leve capa de pintura. Sabe que en aquella hora del día los colores pasteles o suaves son difíciles de captar por los fotorreceptores de sus retinas. La horas doradas pueden ser mágicas para los fotógrafos pero nunca serían positivas en la observación detallada de todo lo que te rodea, sobre todo si llevas un cadáver en el maletero de tu vehículo. Cualquier detalle por pequeño que sea puede desatar los nervios de un individuo monomaníaco, obsesivo a veces hasta el delirio por la idea de que algo o alguien lo vigila y persigue permanentemente desde hace décadas. Tras cinco pasos un tanto vacilantes hacia la pared sospechosa su desconfianza se hace efecto una vez más en el fundamento más tétrico de su intuición. Casi nunca sucede nada en las cosas que él teme, pero cuando es lo  contrario  la anomalía le pesa como prueba repetida y adocenada de su escasa suerte. Le resulta deprimente encontrar la luz de la lámpara del salón encendida. Es triste no poder evaluar el alcance de sus despistes o del allanamiento o intrusismo en su vivienda. La vivencia es tan fuerte que podría permitirse agacharse y agitar con sus brazos el aire del vacío que siente bajo sus pies. Intenta al menos no hacerse duros reproches que puedan afectar su ego profesional o la falta de actitudes que garanticen continuar disfrutando de la mente privilegiada que cree poseer. Pero es una evidencia que la pequeña bombilla está encendida y que un leve escalofrío recorre la extensión de su espalda. La puerta está entornada -esto era lo último que podía esperar de unas circunstancias en las que el cálculo de probabilidad de que esto mismo se produjera a causa de su negligencia eran prácticamente nulas-.  La situación va adquiriendo en su imaginación tintes de comicidad cuando piensa que existe una remota posibilidad de encontrarse tumbado en la chaise longue del salón a su propio yo en una realidad paralela en la que la que fastidiosa y soporífera muerte de Mor nunca tuvo lugar. Le dan ganas de ir al Land Rover y arrastrar la bolsa mortuoria hasta el centro del salón y organizar allí mismo una tertulia con los máximos expertos mundiales en materia de ciencias sociales en primer término sobre el impacto cultural y antropológico que tienen las migraciones. Se acuerda por intuición –o por instinto, esto es imposible saberlo- de los flamencos que bajan del cielo para hacer un receso tras las suaves peñuelas del infinito secano, meteorizadas, y algunas con ralas sementeras de trigo, a su paso por la comarca antes del definitivo vuelo al otro continente. Quién sabe si al paraíso, como a él le gusta imaginarlo, o como es posible que lo sientan estos phoenicopterus sin conocimiento de la experiencia de cientos de generaciones anteriores, como tierra fértil. El 31 de mayo de 2008, a las 09:41 horas, el día del cumpleaños de Atilano, un individuo con el que fraguó una efímera pero estrecha amistad a juzgar por lo mucho que se ha acordado siempre desde que se separaron tras dejar la universidad,  con el que compartió piso y del que aprendió (si tenemos en cuenta las razones concluyentes a las que ha llegado con el paso del tiempo) que es importantísimo fomentar un fuerte ego para ahuyentar tus fantasmas internos, leyó en la web de  TVE que el Sahara seis mil años atrás fue un Vergel. Alguna vez ha pensado que si lo fue existe una remota posibilidad de que se regenere para solaz de una hipotética descendencia de Mor. Bueno es pensar, aunque sea en modo reactivo, en la probabilidad de que Mor engendrase en un vientre ideal antes de salir de Senegal una vida capaz de dar fe de su energía espiritual mediante argumentos tangibles ajenos a la originalidad de la obra de arte o la trascendencia económica en el entramado social de un gran capital, patrimonial o en efectivo. Se le suben los jugos gástricos hasta la garganta. Puede que el sabor a ajos y comino sea de las aceitunas que comió la tarde anterior, las que cosecha gracias al olivo que le envió Atilano con motivo de su propio cumpleaños, y que el mismo día, el 9 de mayo de 2008 a las 10:41 plantó diligentemente. Tal vez con la intención de no oír sus quejas en una hipotética visita más que por verdadero respeto al amigo. Esa obsesión de querer seducir a todo el mundo con la ubicuidad de un dios le molestaba sobremanera. Tendría que haber roto los lazos con Atilano casi desde el principio pero ahora era demasiado tarde. Las excusas para evitar a alguien son tan fastidiosas como los motivos que las argumentan. Se dan situaciones tediosas que podríamos evitar si no nos dejáramos arrastrar por la viciada inercia de la injustamente entronizada vida social.

  La gran envergadura de la figura de Atilano, a escasos centímetros del dintel de la puerta del pasillo que conduce a las habitaciones, es la evidencia de que no hay en el salón ningún yo-paralelo perdido en el pasado. Siente un dedo presionándole en la base de su columna vertebral. Solo es una sensación. Porque tras él no hay nadie. Pero la experimentación del tacto le estimula tanto que su hipotálamo transforma en su socio sistema límbico al instante hormonas que en un principio insuflaban cólera en otras que transmiten tristeza. Un posible deja vu que le conduce a la conclusión de la primera impresión que tuvo cuando conoció a Atilano. Algo le dijo que no se dejara rendir ante la evidente apariencia de probidad. Allí, en aquel momento, el deseo de tirarse encima de él y estrangularlo con sus propias manos es tan efímero como un pestañeo. Tal vez porque en ese estanco minúsculo de su hipotálamo otra hormona filtro intermedia segrega la visión de una figura de Atilano no humano. Aún así, presintiendo su inmediata y ridícula actitud, se dirige al imponente cuerpo inerte con la velocidad que le permite su tristeza y le suelta un golpe haito de karate en la garganta. La figura inexpresiva de Atilano sufre en el gesto de sorpresa que a veces los individuos componen ante el trauma o el pánico. Es decir, la ausencia de todo neuma ante la estupefacción. El muñeco Atilano se tambalea de espaldas a una de las paredes del pasillo.  Es lógico que no haya contemplado que tiene unos cuantos kilos de hierro en cada bota forrada de cartón. Por un instante está convencido que el Atilano muñeco o el verdadero no puede respirar y que siente un fuerte dolor en el pecho y que pronto tendrá en su saldo de homicidios involuntarios y otros antónimos, por denominarlos con un mínimo de delicadeza ante el despliegue de emociones que el narrador, teniendo en cuenta su lado más empático, está revelando del personaje. Observa por automática intuición que otra muerte en este momento de su vida sería poco recomendable para su aburrida existencia, o cuando menos, absurda para el juicio de la comunidad a la que pertenece, aunque ésta ni se entere ni fuera a echar de menos ni a la víctima ni a la reputación del verdugo. Siente en sus labios una sonrisa tímida de quien pronto va a poder corroborar un antiguo presentimiento. Su orgullo personal de ser capaz de someterse a la crítica permanente de sus sentimientos le permite felicitarse a sí mismo por reconocer la primera sensación que obtuvo la primera vez que vio a Atilano. Su probidad le resultó entonces y ahora insultante. El golpe haito era inevitable antes o después en su subconsciente, y también, por qué no decirlo, en su conciencia.   

 Según sus informaciones Atilano debía encontrarse a miles de quilómetros de distancia al otro lado del océano, pero está seguro que la presión en la base de su columna ha sido una sensación verdadera. “Algo o alguien de la manera que sea le ha impelido a defenderse sin dudarlo del hijo de puta este de Atilano”, se dijo. Este o aquello en lo que se haya transformado este sujeto desde el lugar que se encuentre en el mundo lo ha sugestionado hasta el punto de desencadenar un ataque violento. ¿Para qué quiero un amigo o enemigo que le va a ir bien y lo hace todo bien si de él no tengo noticias desde hace décadas?

  Tiene la mirada perdida en el fondo del pasillo. En la cocina un fino rayo de sol logra abrirse paso a través de las abigarradas superficies de objetos desordenados hasta acertar contra la superficie convexa de una cucharilla tirada en el suelo. De no ser por las miles de hormigas que se han apoderado de ella tal vez el metal brillaría para él como un señuelo en la bruma en la que se acaba de perder su dolor. Pero una vez más, siempre según qué combinación de elementos en su obstinada interpretación del efecto del mundo externo en el interno y viceversa, repercute en su conducta. Solo es consciente de que está viendo y sintiendo dos hormigueros cuando tiene la necesidad del desayuno. Uno sobre la cucharilla impregnada de Nutella de la última merienda, y otro en el fondo de su estómago. Necesita comer para comprender o al menos asumir los factores  que le han conducido hasta  situación en la que se halla.

 ¿Es posible que Atilano sepa que él ha matado a Mor?¿A un negro que nunca debió cruzarse en el camino o a un desgraciado inmigrante que tuvo la mala suerte de que un necio paseara con aires de gallo manso con su todoterreno vintage por un solitario paraje? ¿Qué pretende este desgraciado enviándole una réplica en cartón con el aspecto de cuando eran veinteañeros? ¿No es una puta casualidad que su casa se la encuentre abierta y con un tentetieso esperándole a mitad del pasillo el día que se le ocurre regresar eventualmente con los restos escondidos de un africano? Presiente que Atilano no debe andar muy lejos. Quizá esté oculto en algún lugar de la casa esperando el momento para irrumpir cuando él menos se lo espera. Sintió un leve escalofrío en la nunca y se acordó de repente del maniquí que Atilano tenía en la habitación del piso que compartían hacía ya más de veinte años.

  Vestía al muñeco con la ropa que desechaba. Alguna vez incluso compró algún complemento barato en los mercadillos de la ciudad para que, según sus palabras, “su yo” se sintiera equilibrado. Contaba que había gente que tenía perros o gatos en casa con la intención de sentirse acompañados y que para él esto no era más que una actitud hipócrita. La gente en realidad no necesita tanto la compañía como asegurarse de cuántas cosas pueden hacer para satisfacer ciertas necesidades raras como medidas compensatorias a sus egos y al menoscabo que estos producen en el ritmo biológico del planeta. Mucha gente prefiere aplicar este terapéutico altruismo en la causa desinteresada de cuidar animales antes que enfrentarse a sí mismo con la tediosa tarea diaria de aceptar sus constantes despropósitos. Decía que todos esos individuos con perros y gatos eran una legión que no sabe que en realidad, muchas veces en la vergüenza e incluso para la ignominia de sus congéneres que son conscientes de ello, están poniendo de manifiesto la enfermedad que todos llevamos dentro, tal vez eso tan malicioso y sofisticado que occidente ha llamado como “pecado original”. Decía que él aceptaba con humildad que era un necio por su condición humana pero no estaba dispuesto a asumir ciertos roles inducidos por las autoridades éticas y morales de la inevitable sociedad hipócrita a la que pertenecemos, que su ejercicio de observación con el maniquí lo mantenía la mayor parte del tiempo a salvo de las miserables prácticas de redención o liberación de sus semejantes, decía que hablaba mucho con él y le servía para aliviar el peso de sus preocupaciones, tanto mundanas como divinas. Alguna vez, a través del hueco de la puerta entornada de su habitación, pudo ver a Atilano arreglando la ropa o la peluca de la esbelta figura. Nunca lo pilló en uno de sus presumibles soliloquios, pero lo prefería. Probablemente si le hubiera oído hablar a través de las paredes se habría cambiado de piso inmediatamente. No habría podido soportar la complicidad, el fastidio de tener que fingir la normalidad en una convivencia con un tipo inteligente y que comportara a la vez las manías estúpidas de una especie de visionario o iluminado.

   Cuando fue a por otro tarro de Nutella se dio cuenta que era un perfecto imbécil. Había omitido no solo las normas básicas de cualquier policía, sino que además el más grande de los chapuceros, el más inepto de los homicidas dejando los restos de un cadáver abandonados y a merced de las actitudes impredecibles de los vecinos o del olfato de cualquier chucho.