jueves, 28 de abril de 2016

LA BUENA EDUCACIÓN









Son cuchilladas a la vuelta de cualquier esquina.  Esos pensamientos siempre asaltan su conciencia cuando precisamente se ha olvidado por completo de ésta. Tal vez este tío sea uno de esos tristes místicos (por extensión todo aquel sujeto que espere una recompensa por lo que la sociedad considera buenas acciones e intenciones), educados con la severidad de unos padres que se han llevado toda la vida predicando con el ejemplo. Alguna vez ha pensado que a algunos individuos no les vendría nada mal que sus padres hubieran cometido algún crimen y hubieran tenido que pagar por ello con una buena temporada entre rejas o que al menos hubiesen alguna vez actuado ante ellos como unos auténticos hijos de puta. De este modo no tendrían que estar todo el tiempo lamentándose por no haber sabido estar a la altura de las exigencias de una buena educación.
   El culmen de la educación supone para este tío odiar a todos sin que se den cuenta. Evidentemente el resultado es justo lo contrario a lo que la buena educación pretende. En el combate desigual para reprimir el egoísmo y la soberbia innatos, siempre sale victorioso la cosa sufriente, el objeto mermado que anhela la perfección imposible de las formas.  Se lo han puesto tan difícil que confunde, por ejemplo, las circunstancias de tener un puesto de trabajo con las del disfrute de un privilegio ilegitimo, robado a sus semejantes gracias a un fallo del procesador de algoritmos. “Aún falta para que las máquinas vivan en nuestras mentes”, se dice cuando ve las  imprecisiones del actual sistema de la gran computadora. Aunque tiene el presentimiento de que ciertos desajustes están programados con la intención de jugar al despiste. En realidad estaría dispuesto a dar su vida por no haber tenido educación. Daría su vida por otra. Cosa que siente imposible, pues todas las posibles no se entienden sin la que él ha tenido. Preferiría renunciar a todo lo que sabe para no sufrir la tortura por saberlo.  
   Ha leído en el tiempo y oído en el túnel de la memoria que  debe amar a Dios sobre todas las cosas. La aseveración consciente o inconsciente de que hay una materia o concepto a quien rendir cuentas por encima de “todas las cosas” lo tiene atado de pies y manos. Da igual que sea cristiano o budista. Hasta el ateo más radical siente que hay un mandamiento principal, una oscuridad atroz de la que no podemos escapar.
  En estos momentos se encuentra absorto viendo los informativos en la televisión. Asume la pena inmensa por las víctimas de los desastres naturales y las guerras con un “mea culpa” por no poder comprender las intenciones de ese Dios al que ama y que lo contiene todo. Acaba de perderse en el laberinto de los pensamientos y su conciencia no le pertenece, pues se ve a sí mismo perdido en las imágenes del recuento de las víctimas.

  De repente asaltan los cuchillos. Los pensamientos huyen y el gobierno es del pánico. Va más rápido que la luz pero no consigue dejar atrás al fantasma de la buena educación. Todavía no se ha esforzado lo suficiente.