Son cuchilladas a la vuelta de
cualquier esquina. Esos pensamientos
siempre asaltan su conciencia cuando precisamente se ha olvidado por completo
de ésta. Tal vez este tío sea uno de esos tristes místicos (por extensión todo
aquel sujeto que espere una recompensa por lo que la sociedad considera buenas
acciones e intenciones), educados con la severidad de unos padres que se han
llevado toda la vida predicando con el ejemplo. Alguna vez ha pensado que a algunos
individuos no les vendría nada mal que sus padres hubieran cometido algún
crimen y hubieran tenido que pagar por ello con una buena temporada entre rejas
o que al menos hubiesen alguna vez actuado ante ellos como unos auténticos
hijos de puta. De este modo no tendrían que estar todo el tiempo lamentándose
por no haber sabido estar a la altura de las exigencias de una buena educación.
El culmen de la educación supone
para este tío odiar a todos sin que se den cuenta. Evidentemente el resultado
es justo lo contrario a lo que la buena educación pretende. En el combate
desigual para reprimir el egoísmo y la soberbia innatos, siempre sale
victorioso la cosa sufriente, el objeto mermado que anhela la perfección
imposible de las formas. Se lo han
puesto tan difícil que confunde, por ejemplo, las circunstancias de tener un
puesto de trabajo con las del disfrute de un privilegio ilegitimo, robado a sus
semejantes gracias a un fallo del procesador de algoritmos. “Aún falta para que
las máquinas vivan en nuestras mentes”, se dice cuando ve las imprecisiones del actual sistema de la gran
computadora. Aunque tiene el presentimiento de que ciertos desajustes están
programados con la intención de jugar al despiste. En realidad estaría
dispuesto a dar su vida por no haber tenido educación. Daría su vida por otra.
Cosa que siente imposible, pues todas las posibles no se entienden sin la que
él ha tenido. Preferiría renunciar a todo lo que sabe para no sufrir la tortura
por saberlo.
Ha leído en el tiempo y oído en el túnel de la memoria que debe amar
a Dios sobre todas las cosas. La aseveración consciente o inconsciente de que
hay una materia o concepto a quien rendir cuentas por encima de “todas las
cosas” lo tiene atado de pies y manos. Da igual que sea cristiano o budista.
Hasta el ateo más radical siente que hay un mandamiento principal, una
oscuridad atroz de la que no podemos escapar.
En estos momentos se encuentra absorto viendo los informativos en la
televisión. Asume la pena inmensa por las víctimas de los desastres naturales y
las guerras con un “mea culpa” por no poder comprender las intenciones de ese
Dios al que ama y que lo contiene todo. Acaba de perderse en el laberinto de
los pensamientos y su conciencia no le pertenece, pues se ve a sí mismo perdido
en las imágenes del recuento de las víctimas.
De repente asaltan los cuchillos. Los pensamientos huyen y el gobierno
es del pánico. Va más rápido que la luz pero no consigue dejar atrás al
fantasma de la buena educación. Todavía no se ha esforzado lo suficiente.