L se preguntó qué era lo que más le gustaba en
la vida. Sabía que necesitaba la escritura igual que el aire que respiraba,
pero no le fue difícil preceptuar que el acto de escribir era una cuestión
contradictoria como respuesta a la pregunta, pues al mismo tiempo sentía que lo
que menos toleraba era precisamente el hecho de someterse a ninguna necesidad.
Sin embargo, entendió que era hora de utilizar las palabras justo en ese
sentido, en el de encontrar la forma de que lo escrito alimentase y diese
fuerzas a la pregunta que había nacido con vocación para destruir el menor
atisbo de apremio y deber.
La pregunta adquirió un carácter esencial. A su
edad entendió que sus principales preocupaciones hasta entonces no eran en
realidad un asunto tan peliagudo como para que le absorbiese hasta el último de
sus pensamientos. Ocurrió de un modo inopinado, no como cuentan en esas
historias de retiro y meditación, o en esas otras tras años de abusos del
alcohol, drogas y sexo en las que los protagonistas tienen revelaciones y
obtienen respuestas en el tránsito de un viaje decisivo ante el misterio de la
muerte.
Una día cualquiera, tras un descanso más reparador
y duradero de lo habitual, sintió que la luz del alba que traspasaba los
cristales de la ventana de su habitación procedía, igual que todos los días que
había conocido, de la misma fuente, del mismo punto de la existencia que
siempre ha impelido a los vivos a moverse por una fuerza inexplicable, por una
luz que la ciencia descubrió que nace de una destrucción inimaginable para la
capacidad y voluntad del ser humano. Una luz que nació tras un colapso
gravitacional de la materia y que parece que su fusión nuclear es tan grande
que terminará comiéndose el mundo que conocemos; aunque para entonces es
posible que su fuerza ya no impela a nada ni a nadie, cuando acabe la
destrucción y se detenga la vida.
Aquella luz
inconfundible para su memoria había alcanzado lentamente todos los rincones de
la habitación, sin avidez contra la oscuridad pero con la firme determinación
de no dar jamás tregua a la erosión producida en la combinación con el tiempo.
Nada que exista, ni siquiera el ajuar y el mobiliario en la plácida atmósfera
de una habitación, escapa al desgaste y la oculta fricción del polvo, los
ácaros e infrarrojos. Los materiales
nacidos de la sofisticada intervención del hombre en la tierra y los vegetales
también son destruidos por estos elementos en la lentitud flemática y
exasperante de la creación perpetua. L pensó que la luz que ilumina el mundo
era imposible apagarla. Sin embargo, no sucedía lo mismo con el tiempo. Éste
había dejado de acosarle, como si de repente hubiese quedado suspendido o
inerme contra los pensamientos a los que le había arrastrado la pregunta. Tenía
la sensación de que el tiempo podía esperar mientras él daba prioridad a las
exigencias de la cuestión que, por otra parte, incluso le excluía a sí mismo en
un presente que desdeñaba todas sus anteriores preocupaciones. Sentía que tenía
ante sí la facultad de crear un mundo nuevo. Tal vez el calmo desorden
aparecido tras el silencioso e invisible torbellino que se había llevado por
delante sus inquietudes más cotidianas y las angustias sufridas durante años
para ganarse la vida, no fuese otra cosa que la ausencia del tiempo, la falta
de percepción del parásito que a todos nos come por dentro y nos infecta con el
miedo inútil de la ignorancia.
No recordaba
cuando el inevitable sexo había salido de entre las sabanas para no
introducirse nunca más. Le pareció que las voces de sus padres y los pasos
apresurados de sus hermanos provenían tras la cortina por la que chorreaba la
luz que amenazaba con inundarlo todo.
Un instante
antes de volver a quedarse dormido comprobó que todo estaba exactamente igual
que cuando le ganó la partida al tiempo.