lunes, 7 de diciembre de 2020

FINAL DE PARTIDA

 





    L se preguntó qué era lo que más le gustaba en la vida. Sabía que necesitaba la escritura igual que el aire que respiraba, pero no le fue difícil preceptuar que el acto de escribir era una cuestión contradictoria como respuesta a la pregunta, pues al mismo tiempo sentía que lo que menos toleraba era precisamente el hecho de someterse a ninguna necesidad. Sin embargo, entendió que era hora de utilizar las palabras justo en ese sentido, en el de encontrar la forma de que lo escrito alimentase y diese fuerzas a la pregunta que había nacido con vocación para destruir el menor atisbo de apremio y deber.

    La pregunta adquirió un carácter esencial. A su edad entendió que sus principales preocupaciones hasta entonces no eran en realidad un asunto tan peliagudo como para que le absorbiese hasta el último de sus pensamientos. Ocurrió de un modo inopinado, no como cuentan en esas historias de retiro y meditación, o en esas otras tras años de abusos del alcohol, drogas y sexo en las que los protagonistas tienen revelaciones y obtienen respuestas en el tránsito de un viaje decisivo ante el misterio de la muerte.

   Una día cualquiera, tras un descanso más reparador y duradero de lo habitual, sintió que la luz del alba que traspasaba los cristales de la ventana de su habitación procedía, igual que todos los días que había conocido, de la misma fuente, del mismo punto de la existencia que siempre ha impelido a los vivos a moverse por una fuerza inexplicable, por una luz que la ciencia descubrió que nace de una destrucción inimaginable para la capacidad y voluntad del ser humano. Una luz que nació tras un colapso gravitacional de la materia y que parece que su fusión nuclear es tan grande que terminará comiéndose el mundo que conocemos; aunque para entonces es posible que su fuerza ya no impela a nada ni a nadie, cuando acabe la destrucción y se detenga la vida.

   Aquella luz inconfundible para su memoria había alcanzado lentamente todos los rincones de la habitación, sin avidez contra la oscuridad pero con la firme determinación de no dar jamás tregua a la erosión producida en la combinación con el tiempo. Nada que exista, ni siquiera el ajuar y el mobiliario en la plácida atmósfera de una habitación, escapa al desgaste y la oculta fricción del polvo, los ácaros e infrarrojos.  Los materiales nacidos de la sofisticada intervención del hombre en la tierra y los vegetales también son destruidos por estos elementos en la lentitud flemática y exasperante de la creación perpetua. L pensó que la luz que ilumina el mundo era imposible apagarla. Sin embargo, no sucedía lo mismo con el tiempo. Éste había dejado de acosarle, como si de repente hubiese quedado suspendido o inerme contra los pensamientos a los que le había arrastrado la pregunta. Tenía la sensación de que el tiempo podía esperar mientras él daba prioridad a las exigencias de la cuestión que, por otra parte, incluso le excluía a sí mismo en un presente que desdeñaba todas sus anteriores preocupaciones. Sentía que tenía ante sí la facultad de crear un mundo nuevo. Tal vez el calmo desorden aparecido tras el silencioso e invisible torbellino que se había llevado por delante sus inquietudes más cotidianas y las angustias sufridas durante años para ganarse la vida, no fuese otra cosa que la ausencia del tiempo, la falta de percepción del parásito que a todos nos come por dentro y nos infecta con el miedo inútil de la ignorancia.

 No recordaba cuando el inevitable sexo había salido de entre las sabanas para no introducirse nunca más. Le pareció que las voces de sus padres y los pasos apresurados de sus hermanos provenían tras la cortina por la que chorreaba la luz que amenazaba con inundarlo todo.

  Un instante antes de volver a quedarse dormido comprobó que todo estaba exactamente igual que cuando le ganó la partida al tiempo.