lunes, 24 de junio de 2013

HISTORIA DE MI RODILLA IZQUIERDA (II)








        Teo Survival escribe en su diario.
12 de junio del Tiempo-muerto.

   Si no ando con ojo la rodillera ortopédica me habría arruinado definitivamente mi rodilla izquierda. Una rodillera deportiva te vendrá bien, dijo el traumatólogo en el ambulatorio. Pensé con confianza, al ver el trozo de neopreno con ballenas de plástico insertadas en su interior, que mi rodilla estaría a partir de ese momento sujeta al mundo como un muro gótico al arbotante. Más tarde leí en las indicaciones médicas que contenía en su interior la caja de cartón, por cierto, muy parecida a las que contienen correas de transmisión de caucho, que el neopreno daría calor a las articulaciones y desinflamaría y fijaría evitando negativos movimientos. Después, durante las primeras caminatas con la práctica de la rodillera con M.F, tuve la sensación de que era yo quien estaba sujeto al mundo y que éste en sus movimientos flemáticos y desesperantes me arrastraba a una cosa tan vulgar y archiconocida como es el anonimato tras la muerte. Mi rodilla izquierda estaba jodida y en la clasificación de las cosas más y menos importantes mi alma había decidido que la rodilla nada tenía que ver conmigo, ya que ésta había tomado una dirección distinta a la mía, supongo que se dirigía hacia la artrosis tipo III, algo así como una cueva en medio del desierto donde la gente trata de esconder las vergüenzas del envejecimiento. Yo tiraba de mi mente vacía, en blanco, hacia la muerte. Moriría y ya está, a tomar por culo, allá lejos, perdido bajo las luces de emergencia de menos de treinta lúmenes que alumbran nuestro concepto pusilánime de hábitat en el otro mundo. M.F. me aconsejaba con un vago timbre de megafonía militar:
-         Debes andar una hora. Ni más ni menos. Todos los días y a la velocidad de un recadero. Con eso tienes más que suficiente para mantenerte en forma. Nada de carreras. Y creo que ni de bicicleta. Ya oíste lo que dijo el médico.
Siempre he prestado atención a todo lo que me aconseja M.F. Pero en este contexto de caminatas por una vía que parece especialmente diseñada para ciclistas panzudos federados, para algunos jóvenes que aún no despuntan el vientre pero que sabes que lo harán dentro de doscientas mil cervezas con o sin alcohol y sus correspondientes tapas, para  caminantes o corredores cincuentones y también para alguna que otra corredora circunstancial que se encuentra en plena recta final de sus exámenes de selectividad a la universidad u oposiciones para un acceso libre a una plaza que según sus madres si las consiguen harán que se sientan como probas damas que se reirán del mundo, mostrar mi pierna izquierda adherida a la rodillera o viceversa creo que produce un efecto a ojos vista de los demás de calculado ejercicio de prepotencia, de insistencia con perfiles heroicos por querer doblegar la naturaleza de la enfermedad a  toda costa. Comprenderán entonces por qué me sentí aliviado cuando llegaron los primeros días del invierno y pude ocultar la rodillera debajo de un pantalón de chándal  de felpa del Decatlón Kipsta 500. Con lo que no contaba era con el hormigueo incipiente y el posterior dolor en el muslo izquierdo que progresivamente fue apareciendo con el uso disciplinado del neopreno, efecto secundario que tuve que prescribir por mi cuenta y riesgo y que el médico especialista obvió como un secreto que habría que desvelar según un protocolo apócrifo y tácito en la siguiente consulta.
    Mi mejor marca la completé en la popular del Rociana del Condado en un mes de febrero  antes del Tiempo-muerto. Corrí las cuatro vueltas al circuito urbano de 8250 m a 4,25” el kilómetro. Una máquina corredora que rozó la perfección a sus cuarentaicuatro años de existencia si tenemos en cuenta que era mi cerebro estimulado por una carga exagerada de remordimiento hacia la naturaleza por no dotarme de unas aceptables condiciones físicas para el atletismo, además de una ladino sentimiento hacia mi anterior vida sedentaria, pues antes de cumplir los cuarentaiuno no se me había ocurrido hacer un puto minuto de running, quien corría y no mi cuerpo tarado y al mismo tiempo despreciado como un animal que consigue huir victorioso tras una carrera delante de su depredador natural.
    Logré esta increíble marca y sus consecuencias fueron tan devastadoras que ahora, después de dos años de recuperación de la pierna, los más que puedo conseguir son 40 minutos amansando la carrera, de trote cochinero para un ser humano que intenta obsesivamente usar el sentido común con la intención de continuar fomentando esa búsqueda compulsiva y tan contemporánea del placer picnoléptico. Si bien existen otros métodos mucho menos aparatosos para la estimulación endógena de endorfinas, es el ejercicio físico, sobre todo la carrera de fondo, la actividad que mejor me acerca a la bendita amnesia.
 A propósito de todo esto el futuro dictará sentencia y seré declarado inocente, pues ni estoy federado ni pertenezco a ningún club de atletismo.
   

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