La mula mecánica (motoazada para la aldea
global y quimera analógica en la imaginación de propietarios de pequeñas
parcelas a los que una vez asidos al manillar de la máquina no les importaría
que ésta se transformara en el económicamente suplantado híbrido équido) no
funcionaba. Todo estaba en orden. La llave roja del encendido en posición ON,
la gasolina abierta, el gradual del aire previamente abierto para que entrase
la vida en el motor con una explosión de alegría, y la palanca de las
revoluciones al mínimo, para que la mula no saliese encabritada tras el
arranque como si le hubiesen mostrado el rostro del diablo.
Las
combinaciones eran correctas, incluso el manual de mi cultura general se
hallaba disponible en mi mente para poder ubicarme de nuevo (ya antes había
tenido agradables experiencias con el animal metálico) en el acto predestinado
a ciertos hombres-satélites que optamos en su día permanecer con relativa
aflicción moral cerca del ámbito rural. Un manual en el que aparecía en su
primera página como una descripción detallada de cómo se debe quemar el
incienso, el recuerdo de la lectura del
relato del libro “Una vez en Europa” de John Berger “Boris compra caballos”.
Cuando compré el libro en el año 1992 pensé que Berger contaría en él cosas de
política o sociología. Nada más lejos. En el libro narraba las vidas extrañas
(quizá no tan extrañas) de anti-héroes de la Europa rural de finales del siglo
XX. Ahora, en el 2013, las vicisitudes que me han llevado a organizar un minuto
de mi existencia con el intenso deseo de hacer funcionar “la máquina”, no las
podía ni imaginar harto de la droga más visionaria. Mi corazón latía con
fuerza, con una intensidad suficiente como para hacer que el motor de la mula
se sintiese estimulado. De esto puedo dar fe, ¡vaya si arrancó! Lo hizo con la
rabia contenida de quien se ha pasado varios meses amordazado y de repente
puede lanzar al mediodía un grito contenido de 600 cc en su garganta. Tan sólo
fueron necesarios dos intentos con mi brazo derecho anudado a la cuerda de
arranque. A pesar de mi insistencia con el acelerador, la mula no se movió ni
un milímetro. Sin embargo, en mi mente se encontraba la imagen estroboscópica
de la mula avanzando hacia el mar de margaritas silvestres (Anthemis Arvensis, manzanilla bastarda)
y mis ojos veían como los filamentos del arado desgarraban la primera capa de tierra
Europa al son de una risa tan bronca que la diosa Deméter habría desaprobado
como banda sonora para la película “Última batalla contra las malas hierbas”.
Berger en el libro de relatos había trazado una elipse que encerraba en el
plano personajes sepultados bajo las ruinas de una Europa rural que hasta ese
momento se había sentido avergonzada de sí misma porque sus habitantes hasta
ese momento eran incapaces de dignificar la exposición de sus cadáveres. Pero
las cosas han cambiado mucho en treinta años. La vorágine telemática, de
movimientos migratorios desde todos los puntos del planeta, de inversión sobre
el capital en detrimento de la productividad del trabajo y de la manipulación
de la información en pos de un fraudulento proyecto de unificación política,
económica y social de Europa, ha dejado ver por fin en el viejo continente los
puntos muertos de la conducción hacia la Liberté, Egalité y Fraternité como los únicos lugares áureos en los que
encontraremos el suficiente sosiego para la reflexión e incluso para una
neognosis capaz de mostrar el reverso de la fe. En el campo, abriéndote camino
entre las malas hierbas, trasegando a veces con la tierra demasiado húmeda y
otras demasiado seca, podríamos descatalogar al conjunto de creencias. Por esto
está prohibido construir o deconstruir en el campo. Porque es el único lugar
donde pierdes la fe sin anestesia. Nada de Zola ni de Rosseau, ni de Heidegger
ni Derrida, por hablar de algunas avenencias. El campo, la tierra, su olor, su
color, nos abre la mente y la deja en blanco, nos devuelve a nuestro estado animal,
nos coloca por unos instantes en la línea de salida.
Fue mi hijo quien se dio cuenta del mal que
la mula padecía.
-
¡Papá!, ¿No ves que la correa de
transmisión está partida? Es imposible que se muevan los arados.
-
……..
Miré
por una pequeña rendija de plástico y pude comprobar que en la penumbra existía
algo parecido a una sierpe o sombra de la misma, hibernando o yacente como
reliquia de elaboración humana en el ara que todas las máquinas averiadas
llevan consigo.
-
¿Ves?, eso es la correa. Y está
cortada.
-
¿Cuándo fue la última vez que
usamos esta mierda?, pregunté
-
……
Caminando
hacia el interior de mis recuerdos en relación a la máquina pude ver y oír
durante unos instantes una columnita de humo negro y un chirrido de pájaros en
el interior de la tierra. Efectivamente habían pasado dos estaciones desde que deambulé
por última vez por la media fanega de terreno de un rincón para otro. Cinco o
seis meses habían pasado con la mula
cubierta por un toldo y creyendo que el animal estaba vivo cuando en realidad
había fallecido en otoño.
La cuestión era resucitar a la mula u olvidarnos
de ella. Opté por lo primero y me dirigí rápido, restregando nuestro turismo
contra la pleamar de margaritas y con
los últimos minutos del horario comercial del fin de semana pisándome los
talones, al pueblo para comprar una correa de trasmisión idéntica a la que
previamente, casi en cuestión de segundos, le habíamos arrancado de sus
entrañas al animal. Durante el corto viaje palingenésico de ida y vuelta recordé la similitud entre el fuego y las
cataratas que Berger expone en su relato “Boris compra caballos”: …….Los fuegos y las grandes cataratas tienen
algo en común. Está el agua en forma de lluvia que el viento separa de la
cascada, y están las llamas; está la pared de roca, chorreando y erosionándose
a ojos vistas, y está la desintegración de lo que se quema; está el estrépito
del agua, y está el terrible crepitar del fuego. Y, sin embargo en el centro de
los dos, del fuego y de la catarata, hay una calma persistente. Y es esta calma
la que es catastrófica. (sic), Ed. Alfaguara. 1992. Traducción de Pilar
Vázquez.
Esta primavera ha sido tal vez la más
lluviosa, la más torrencial de todas por las que he pasado. Para las estadísticas
meteorológicas puede que esto sea un dato importante, pero para mi percepción
de la sucesión de los días, de los cambios de temperatura y presión
atmosférica, de la aparición y desaparición de todos los tipos de nubes con
todos sus colores, el historial de datos que corroboran el cambio de aspecto en
la propia naturaleza tiene las mismas consecuencias que el crepitar del fuego y
la erosión de la que da cuenta Berger. En realidad, la vida en el campo sigue
siendo igual que hace cientos de años. No ocurre nada, no hay picos en sus percentiles
sociales y económicos. Si los hay es porque ha dejado de ser campo y se ha
convertido en una burbuja conectada misteriosamente a través del marketing y los
movimientos comerciales con las urbes (explotaciones dependientes de la
rentabilidad y variables en sus ubicaciones según los intereses de los
inversores). El campo, lo inmutable, es el interior de la catarata y del fuego.
Una
vez colocada la nueva correa de transmisión, pensé, las poleas comenzarían a
moverse y la mula también, en la dirección de un movimiento circular que
siempre permanece en el mismo lugar pero que sería fatal para la manzanilla
bastarda.
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