domingo, 2 de junio de 2013

MANZANILLA BASTARDA








   La mula mecánica (motoazada para la aldea global y quimera analógica en la imaginación de propietarios de pequeñas parcelas a los que una vez asidos al manillar de la máquina no les importaría que ésta se transformara en el económicamente suplantado híbrido équido) no funcionaba. Todo estaba en orden. La llave roja del encendido en posición ON, la gasolina abierta, el gradual del aire previamente abierto para que entrase la vida en el motor con una explosión de alegría, y la palanca de las revoluciones al mínimo, para que la mula no saliese encabritada tras el arranque como si le hubiesen mostrado el rostro del diablo.
    Las combinaciones eran correctas, incluso el manual de mi cultura general se hallaba disponible en mi mente para poder ubicarme de nuevo (ya antes había tenido agradables experiencias con el animal metálico) en el acto predestinado a ciertos hombres-satélites que optamos en su día permanecer con relativa aflicción moral cerca del ámbito rural. Un manual en el que aparecía en su primera página como una descripción detallada de cómo se debe quemar el incienso,  el recuerdo de la lectura del relato del libro “Una vez en Europa” de John Berger “Boris compra caballos”. Cuando compré el libro en el año 1992 pensé que Berger contaría en él cosas de política o sociología. Nada más lejos. En el libro narraba las vidas extrañas (quizá no tan extrañas) de anti-héroes de la Europa rural de finales del siglo XX. Ahora, en el 2013, las vicisitudes que me han llevado a organizar un minuto de mi existencia con el intenso deseo de hacer funcionar “la máquina”, no las podía ni imaginar harto de la droga más visionaria. Mi corazón latía con fuerza, con una intensidad suficiente como para hacer que el motor de la mula se sintiese estimulado. De esto puedo dar fe, ¡vaya si arrancó! Lo hizo con la rabia contenida de quien se ha pasado varios meses amordazado y de repente puede lanzar al mediodía un grito contenido de 600 cc en su garganta. Tan sólo fueron necesarios dos intentos con mi brazo derecho anudado a la cuerda de arranque. A pesar de mi insistencia con el acelerador, la mula no se movió ni un milímetro. Sin embargo, en mi mente se encontraba la imagen estroboscópica de la mula avanzando hacia el mar de margaritas silvestres (Anthemis Arvensis, manzanilla bastarda) y mis ojos veían como los filamentos del arado desgarraban la primera capa de tierra Europa al son de una risa tan bronca que la diosa Deméter habría desaprobado como banda sonora para la película “Última batalla contra las malas hierbas”. Berger en el libro de relatos había trazado una elipse que encerraba en el plano personajes sepultados bajo las ruinas de una Europa rural que hasta ese momento se había sentido avergonzada de sí misma porque sus habitantes hasta ese momento eran incapaces de dignificar la exposición de sus cadáveres. Pero las cosas han cambiado mucho en treinta años. La vorágine telemática, de movimientos migratorios desde todos los puntos del planeta, de inversión sobre el capital en detrimento de la productividad del trabajo y de la manipulación de la información en pos de un fraudulento proyecto de unificación política, económica y social de Europa, ha dejado ver por fin en el viejo continente los puntos muertos de la conducción hacia la Liberté, Egalité y Fraternité  como los únicos lugares áureos en los que encontraremos el suficiente sosiego para la reflexión e incluso para una neognosis capaz de mostrar el reverso de la fe. En el campo, abriéndote camino entre las malas hierbas, trasegando a veces con la tierra demasiado húmeda y otras demasiado seca, podríamos descatalogar al conjunto de creencias. Por esto está prohibido construir o deconstruir en el campo. Porque es el único lugar donde pierdes la fe sin anestesia. Nada de Zola ni de Rosseau, ni de Heidegger ni Derrida, por hablar de algunas avenencias. El campo, la tierra, su olor, su color, nos abre la mente y la deja en blanco, nos devuelve a nuestro estado animal, nos coloca por unos instantes en la línea de salida.
   Fue mi hijo quien se dio cuenta del mal que la mula padecía.
-         ¡Papá!, ¿No ves que la correa de transmisión está partida? Es imposible que se muevan los arados.
-         ……..
Miré por una pequeña rendija de plástico y pude comprobar que en la penumbra existía algo parecido a una sierpe o sombra de la misma, hibernando o yacente como reliquia de elaboración humana en el ara que todas las máquinas averiadas llevan consigo.
-         ¿Ves?, eso es la correa. Y está cortada.
-         ¿Cuándo fue la última vez que usamos esta mierda?, pregunté
-         ……
Caminando hacia el interior de mis recuerdos en relación a la máquina pude ver y oír durante unos instantes una columnita de humo negro y un chirrido de pájaros en el interior de la tierra. Efectivamente habían pasado dos estaciones desde que deambulé por última vez por la media fanega de terreno de un rincón para otro. Cinco o seis meses habían pasado  con la mula cubierta por un toldo y creyendo que el animal estaba vivo cuando en realidad había fallecido en otoño.
  La cuestión era resucitar a la mula u olvidarnos de ella. Opté por lo primero y me dirigí rápido, restregando nuestro turismo contra la pleamar  de margaritas y con los últimos minutos del horario comercial del fin de semana pisándome los talones, al pueblo para comprar una correa de trasmisión idéntica a la que previamente, casi en cuestión de segundos, le habíamos arrancado de sus entrañas al animal. Durante el corto viaje palingenésico de ida y vuelta  recordé la similitud entre el fuego y las cataratas que Berger expone en su relato “Boris compra caballos”: …….Los fuegos y las grandes cataratas tienen algo en común. Está el agua en forma de lluvia que el viento separa de la cascada, y están las llamas; está la pared de roca, chorreando y erosionándose a ojos vistas, y está la desintegración de lo que se quema; está el estrépito del agua, y está el terrible crepitar del fuego. Y, sin embargo en el centro de los dos, del fuego y de la catarata, hay una calma persistente. Y es esta calma la que es catastrófica. (sic), Ed. Alfaguara. 1992. Traducción de Pilar Vázquez.
   Esta primavera ha sido tal vez la más lluviosa, la más torrencial de todas por las que he pasado. Para las estadísticas meteorológicas puede que esto sea un dato importante, pero para mi percepción de la sucesión de los días, de los cambios de temperatura y presión atmosférica, de la aparición y desaparición de todos los tipos de nubes con todos sus colores, el historial de datos que corroboran el cambio de aspecto en la propia naturaleza tiene las mismas consecuencias que el crepitar del fuego y la erosión de la que da cuenta Berger. En realidad, la vida en el campo sigue siendo igual que hace cientos de años. No ocurre nada, no hay picos en sus percentiles sociales y económicos. Si los hay es porque ha dejado de ser campo y se ha convertido en una burbuja conectada misteriosamente a través del marketing y los movimientos comerciales con las urbes (explotaciones dependientes de la rentabilidad y variables en sus ubicaciones según los intereses de los inversores). El campo, lo inmutable, es el interior de la catarata y del fuego.
Una vez colocada la nueva correa de transmisión, pensé, las poleas comenzarían a moverse y la mula también, en la dirección de un movimiento circular que siempre permanece en el mismo lugar pero que sería fatal para la manzanilla bastarda.




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