miércoles, 6 de enero de 2021

FE Y ÉTICA (ZOOS XXII)

 













Nunca lo ha comprendido. En una situación como aquella todo el mundo habría nombrado al menos el topónimo del lugar de procedencia, pero él, tal vez por la asfixia y por el dolor tan intenso, dijo que vivía en “cualquier sitio”. Es evidente que Freddy, o el sentimiento de terror del sexo, como así lo padeció y recordó toda su vida, no pudo hacer otro comentario que el de “Era de suponer de un mierda como tú”, sin poder imaginar en la más remota de las fantasías que el presunto follador de su hermana pertenecía a una familia respetable y que poco tiempo después sus miembros se convertirían en iconos mundiales en la lucha contra la epidemia de catalepsia que azotó a la comarca durante varios meses. El lincoiteño Freddy tendría que soportar horas más tarde la ignominia más gravosa ante la fratría integrista y despavorida a la que pertenecía por su cobarde y desproporcionada metodología de conducta moral. Un poco antes del momento de la intervención al fallecido toda la familia se presentó ante los “resucitadores” -tal fue el sobrenombre que se ganaron a pulso él, sus padres y hermanos por sus pías e irreverentes resurrecciones anabióticas, palingenesicas al uso, que permiteron a los revividos durante un tiempo más o menos breve pero satisfactorio para sus parientes, hacer exclusivamente aquello que en vida les había proporcionado la mayor felicidad. Cuando Gloria presentó a su hermano Luis como primogénito del muerto se produjo un incómodo y extraño silencio, entonces alguien (luego se supo que fue un sobrino con el que tenía algunas diferencias y que sufrió unas semanas después una soberana paliza cuando dormía en su cuarto) desde el último portal de la casa del difunto dijo que Freddy era su verdadero nombre. La “comitiva de la resurrección” era imperturbable y aunque el que pretendía copular con Gloría no se inmutó al conocer a su agresor, resultó imposible que todo Lincoito no supiese quien era la víctima que había recibido, según palabras de Freddy, “la lección de su vida”. Esta presentaba varios hematomas en el rostro además de moverse con dificultad. Fueron suficientes los pocos minutos del día anterior en el bar para que se hiciera oficial en la localidad que Gloria tenía un novio forastero. Si además de las habladurías añadimos las consecuencias de la cualidad de bocazas propia de Freddy obtenemos sin ayuda de ninguna elucidación pericial la explicación de las complejas emociones que empujaron a la agresión física y las conclusiones acerca de la inconveniencia de la misma.

  A pesar del insoportable dolor de espalda se mantenía tan enhiesto como la ocasión requería. La incertidumbre ante los resultados de la acción obligaba a adoptar una teatralidad solemne, a una actitud hierática y hasta histriónica que atenuara la vulgaridad del fracaso desde la orilla de los vivos, ya que el porcentaje de incidencia de la epidemia fue tan solo del 36,5% de los óbitos producidos por muerte natural. La flema en el ritual era tan acusada que la atención de los presentes terminaba desviándose hacia los gestos de estupefacción y nerviosismo que entre ellos se producían. Si en aquel momento Enrique Cornelio Agripa de Netessheim y sus adeptos de la nueva Cábala cristiana hubiesen aparecido en la escena habrían adoptado el mismo gesto y porte que aquella comitiva, con la diferencia de que los creyentes cristianos del Renacimiento habrían fusilado con la mirada a aquella caterva venal e infiel. No era un caso concluyente para la famosa Filosofía Oculta del pensador teutón, pero tampoco era menos comparable con situaciones dadas entre la gnosis y la fe en lo divino del tiempo humano. ¿Quién podría pensar que la opinión pública alcanzaría el mismo razonamiento tácito que acordaron en la antigüedad los dioses del Olimpo ante el peligro que supuso para la teogonía el semidios y médico Asclepio? Zeus prohibió la ciencia de la resurrección ante el temor de que uno de los mayores dones divinos pudiese caer en manos de un mortal curandero (también contaba con la ayuda de su familia, igual que nuestro personaje contemporáneo) Del mismo modo que el padre de los dioses tras las quejas de Hades utilizó un rayo para matar al mago, la opinión pública fue manipulada en un país demasiado identificado con sus costumbres místicas por unos poderes constituidos en el intercambio de intereses arraigados casi en la noche de los tiempos. Estas energías generadas mediante un miedo ancestral del hombre hacia el propio hombre impidieron que una familia proveniente, según muchos politólogos del tercio poblacional que jamás se compromete con ninguna identidad política, poseyera el valor incalculable de la voluntad de resucitar. Unos personajes cándidos y bondadosos como él y su familia habían logrado en menos de dos semanas ser la noticia principal de todos los medios de comunicación del país. Él nunca se negó a aquella solicitud de sus padres. No poseía el equipaje de la fe, pero como aseguraba su amiga la “Hermana San Juan”, contaba con unos valores éticos muy sólidos. En su inconsciente sabía que traicionaba a la religiosa y a veces, en los momentos más contritos se reía con sorna de ella en el intento de atenuar el impacto de sus deseos. Aquella sensación tenía un sabor insoportable y una digestión que le perturbaba el ánimo hasta casi la esquizofrenia. ¡Cuántas veces había sucumbido como un miserable ante la fascinación por la carne! ¡Cuántas veces no había adoptado la actitud injustificada de la embriaguez para después hacer el ridículo más espantoso ante el arbitrio de esos despiadados valores sólidos! No solo era una cuestión mundana y baladí como causa del instinto sexual. Lo que peor llevaba eran los momentos de debilidad consecuentes de su egocentrismo. Intuía que la empatía era una virtud que exigía una dedicación permanente, un faro en medio del océano de “sus” valores sólidos, sin embargo, el nivel de motivación de su super-yo era tan elevado que la asunción de “los ellos” como referencia fundamental para “ser” devoraba igual que una bestia insaciable a toda criatura que se interpusiera en su paso. Ingenuas o incrédulas, sus víctimas eran aniquiladas por la fuerza incontrolable de su instintivo desprecio por el mundo de las apariencias. Vivía en la desconfianza como si esta fuese el único paisaje permanente de todos los posibles. No podía evitar tener que, a pesar de mirar el reverso de todas las cosas, atender a los supuestos de que cualquier actitud en el carácter del ser humano era inevitablemente la prueba evidente de que tras ella había una aptitud natural y dirigida hacia la consecución de objetivos e intereses solo personales. Podía sentir sin esfuerzo amor fraternal hacia cualquier individuo que se atravesara en su camino. Sin embargo, la curiosidad que sentía ante el infinito catálogo de actitudes humanas acababa siempre imponiéndose a pesar del alto valor moral que tenía para él dicho sentimiento de bien para el prójimo. El instinto de poder que todos poseemos se encuentra a veces tan oculto que no nos damos cuenta hasta después de abandonar la línea del frente y recuperarnos en la retaguardia, hayamos logrado o no nuestros objetivos, que no sabemos exactamente qué pretendemos, qué deseamos, ni tan siquiera comprendemos para qué nos sirve el descanso. Actos como lecturas sintéticas de un trabajo en casa de un colega asiduo a las rutas nocturnas de los fines de semana, cuyo hermano había realizado para sus estudios de secundaria sobre un filósofo totalmente desconocido para él y que pudo leer casi de soslayo, calaron a cierta profundidad su percepción del mundo.  Podría ser que tras la idea de la noción de voluntad de poder de Schopenhauer se encuentre ante todo la auto castración del Ser y su destrucción vehicular para impedir nuestra definición fuera del Corpus de la condición humana. El mundo no existe sino que lo representamos nosotros. Cada individuo en el fondo de su alma ni puede ni quiere abandonar el rebaño en el que alimenta y sacia sus adicciones. En cierto modo le gustaba regodearse con el gusto de considerarse por encima de los vicios y certificar la inferioridad de casi todos, y al mismo tiempo compartirlos con sus congéneres. Cuantos más miserables fuesen sus deseos de hegemonía y seducción más estímulos sentía para continuar el camino por el campo pedregoso en el que se invierten y confunden el amor y el placer.

   Para él, sólo para él, porque desde su perspectiva el mundo era ante todo exclusivo y a los demás les estaba vedado tal entendimiento, la Hermana San Juan tenía el don particular de ser el único ente capaz de trascender en la vida de toda su familia, incluido él mismo. No le resultó ajeno participar en los rituales de resurrección y, dicho sea de paso, dejarse llevar en su profundo respeto por el lenguaje no verbal y de signos de los “ritos de paso”. Sabía perfectamente, a pesar de que no tenía información ni instrucciones directas, que detrás de aquellos actos en los que intervenían se encontraba la encomienda bendecida por la Hermana San Juan. Todo comenzó de modo fortuito cuando su padre pocos meses antes asistió al velatorio de un vecino al que tenía especial aprecio y en un gesto no premeditado no pudo evitar tocar su mano derecha. Nadie le dio importancia al acto reflejo en la habitación desde la sala asfixiante y abarrotada del salón principal de la casa del muerto. Su padre contaba días después que nunca antes se le había ocurrido tocar un cadáver, ni siquiera el de su padre. Nadie, ni siquiera el mismo hacedor de milagros, podía imaginar en aquellos momentos que por la más extraña de las razones su padre tenía el poder de resucitar a los muertos; o mejor escrito, poseía la virtud de reanimar a quienes aparentemente lo estaban. Las circunstancias en las que se sumió en menos de una semana toda la comarca señalaron a toda su familia fuera del mundo de la vida, como diría Husserl, o fuera de la intrahistoria, como lo haría Unamuno, como a protagonistas del peor y menos creíble de los films de serie B. La epidemia de catalepsia que azotó a toda la zona con un sufrimiento de intensidad bíblica, fue vista por la mayoría de los medios de comunicación con tintes de incredulidad y hasta con visos de denuncia. En cierto modo casi todos los medios de comunicación  transmitían a la sociedad cierto tono jocoso ante la perplejidad de lo que podría describirse indistintamente como “puertas falsas” y “puertas principales” hacia o desde el más allá. Por supuesto que en el contexto descrito las actuaciones de la familia resucitadora fueron como la punta del iceberg de una gran trama sectaria. Algunos medios apuntaron a la posibilidad de una estafa de proporciones corporativas y conspiradoras en las que habría ocultos todo tipo intereses, económicos y también políticos. El foco mediático de la epidemia alcanzó su punto culminante cuando el índice porcentual de muertes y resurrecciones subió entre franjas poblacionales inusuales. Cuando la familia asistió a decesos de jóvenes y niños y obtuvo éxito (por supuesto en los casos catalépticos) la repercusión social fue tan grande que ciertos estamentos institucionales pidieron una investigación y una respuesta urgente para mitigar el miedo de la población y atenuar la peligrosa popularidad que había adquirido la familia. La evidencia de la efectividad de la castración en el arte de la publicidad es demoledora. Ésta se aplicó desde la administración provincial sin piedad. En un principio se desaconsejó, con el pretexto del desconocimiento ante la transmisión del contagio, la asistencia a los funerales a toda persona que no fuese doliente directo. Más tarde se permitió exclusivamente la presencia de estos últimos pero con una estrecha vigilancia policial. Dicha evidencia condujo a la siguiente como consecuencia de la aplicación de la anterior y a la que casi todos siempre esperan y reciben con perplejidad. Es decir, en este caso a la erradicación mediática de la enfermedad. Estas evidencias podemos encerrarlas en otra innombrable, siempre presente y ahistórica, finita por ser netamente humana pero infinita si pudiésemos pensar con nuestros corazones; inmoral y desenfrenada para todo juicio paralelo pero tan real como inevitable. La evidencia de lo que hemos intentado denominar con “el mundo de la vida” o la “intrahistoria”, o tal vez la aceptación del peso del mundo a cambio de la irrenunciable vida comunitaria. Sólo los habitantes de la comarca comprendieron que muchas muertes se produjeron en las cremaciones y inhumaciones. Esta represión de las autoridades produjo una conmoción tan grande en la población de la comarca que de la noche a la mañana, la que había sido una sociedad por su estructura económica y productiva tradicionalmente humilde y mansa, se convirtió en un prodigio de la extorsión y el chantaje. En los cementerios aparecieron tumbas abiertas y profanadas. Se saqueaban los huesos de los difuntos y los distribuían estratégicamente por lugares públicos. Se enviaban mensajes anónimos a los mandos policiales con la amenaza de que si no permitían la intervención de la familia resucitadora en los funerales ocurriría lo  mismo con los restos de sus antepasados.             

                       

 

 

 


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