Me habían
dado cita para el traumatólogo para el miércoles 3 de octubre a las 09:20
horas. Un mes más tarde llegó por correo una contracita que me emplazaba para
el mismo día a las 15:50. Pensé entonces que ese tiempo habría sido suficiente
para que hubieran tenido lugar miles de milagros en mi vida, y también en la
inconveniencia de una exploración de rodilla con la comida aún en el esófago.
Sin embargo el único milagro que recuerdo consistió en un simple cambio de
horario de la cita. ¿Por qué me iban a pronosticar el futuro de mi pierna
izquierda en plena sobremesa? Justo en el momento más ingrávido del día. El
mismo traumatólogo me explicó que esto se debía a causa del aumento de las
horas de trabajo para el funcionariado en la última reforma laboral.
Entrar
en el área de traumatología de un hospital siempre me ha parecido una
imposición terrible. Pero ver al traumatólogo para que me diagnosticara el
origen del mal era como elevarme por encima de la lógica de las enfermedades,
dar un salto y habitar más allá de las desgracias ajenas. Mi desventura y las
primeras pistas sobre el ocaso de mi vida inocularon el mundo a mí alrededor y
a todos los traumas de la humanidad. Soy entonces el enfermo más grave del
universo. Más aún, soy el ojo de la existencia. Todo existe porque yo existo y represento a todas las enfermedades.
Llegamos al ambulatorio a las 15:OO. M.F.
conducía. Ella se empeñó en acompañarme. Detalle con el que no contaba y que
todavía me produjo mayor sensación de puerilidad, como un extraño feblaje en
una moneda a la que le falta el relieve en una de las caras. En el momento del
diagnóstico habría un testigo. El peso de la realidad sería por tanto
compartido y mi futuro (el de mi rodilla izquierda dislocada en el mundo)
tendría el aspecto de un libro abierto.
En la sala de espera había aproximadamente
unas cincuenta personas. Tuvimos que esperar el turno hasta las 16:30. Un
retraso no exento de demanda por parte de M.F y que a mí me pareció de lo más
natural. Quiero decir, ambas cosas, la demora y la previsible reclamación de
M.F. Estuve la mayor parte de este
tiempo intentando averiguar quiénes eran los pacientes y quiénes sus
acompañantes. En muchos casos resultó imposible averiguarlo. La enfermera se
asomaba a la puerta con su uniforme verde y nombraba hombre o mujer. En varias
ocasiones entraban en la consulta hasta tres personas. Justamente cuando la
enfermera-satélite pronunció mi nombre M.F. y yo acabábamos de emprender un
hipotético crucero por el Mediterráneo. Ella se zambullía en la piscina del
barco y yo hablaba mi espantoso inglés
con un pequeño grupo de escoceses que mostraban los primeros síntomas de una
terrible insolación. Los dos a nuestro aire y seleccionando o incurriendo en
los momentos para los que cada uno ha venido al mundo.
Me dije (a M.F. no le hice ningún
comentario al respecto), que todos estábamos allí a salvo. Los aledaños del
ambulatorio Virgen de la Cinta de Huelva parecían abandonados a la suerte del
tiempo. Tan solo los coches aparcados y algún semáforo en rojo que no daba
prioridad a nadie en un desierto, daban señales de una civilización decadente,
cansada de luchar por los intereses particulares. En la sala de espera no podía
o no debía ocurrir nada. La espera era intrascendente. Tampoco allí habría
ningún milagro.
Una vez dentro de la consulta M.F. preguntó
al traumatólogo si tenían hilo musical. El especialista y yo contestamos al
mismo tiempo que no, que lo que se oía provenía del exterior, que alguien
cantaba una melodía junto a las cristaleras que daban a los aparcamientos.
Después el médico tras una actuación serena y contemplativa ordenó que subiese
a la tercera planta para que me hiciesen una radiografía. Los pormenores antes
y durante los ataques de los rayos x transcurrieron incomprensiblemente con la
misma intensidad y monotonía que
cualquier actividad de mi vida diaria.
Cuando regresamos a la consulta para oír el
diagnóstico la mujer que cantaba junto a la cristalera ya no estaba. Yo seguía
oyendo aquella melodía pero estaba seguro de su desaparición (¿era una mujer?).
Después el traumatólogo puso el ejemplo de una casa vieja a la que se le
cambian las puertas para que yo entendiese la ineficacia de una hipotética
operación de menisco en mi rodilla izquierda. Con 46 años yo era una casa vieja
con puertas desvencijadas y chirriantes. Si me extraían el menisco el método de
desgaste de la artrosis continuaría arruinando mi rodilla, por tanto, ¿qué
sentido tenía una visita al quirófano?
Estuve unos segundos en silencio intentando
recuperar la melodía. Tendría que abandonar el atletismo de fondo. Sólo
bicicleta y con la condición de una rodillera ortopédica. M.F. preguntó si ésta
era gratuita y el médico contestó que sí. Esa noche me dormí pensando que sí,
que aquel artilugio ortopédico era gratuito, pero que la vida en la casa vieja
me supondría unos costes enormes para que los techos no se me cayeran encima. Esa noche soñé que todos los hombres y mujeres, niños y ancianos, abandonábamos
nuestras casas y salíamos al campo abierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario