sábado, 5 de noviembre de 2011

LA GRAN RED





En todos estos años, desde que la celebración de la noche de Halloween acabó instaurándose en la vida de los españoles como acto ineludible del protocolo de modernidad, no he visto un solo disfraz que me haya producido siquiera un leve estremecimiento. Quizá porque esta celebración me coja despistado en mi tozudo sentimiento de la fratría, de esa sociedad íntima y lejana a la globalización a la que pertenecíamos hace apenas unos lustros, o tal vez porque sencillamente este evento, secularizado por el cine norteamericano, consigue con una previsible noche temática el efecto contrario a sus orígenes celtas. Esta combinación entre mi indiferencia y la inocuidad de la mercadotecnia para producir un auténtico repelús son las causantes de este solemne aburrimiento mediático.
Otra cosa es ver a mis hijos felices por el rápido cambio de piel, correteando de puerta en puerta y extasiados ante la inocente y poderosa experiencia de producir miedo, de fabricarlo sin menoscabo para la proba vida que deseo en sus preciosos destinos. En un juego donde el mal y la muerte resultan tan ajenos a sus corazones, la vida, a través de esa arma de incalculable valor que es lo absurdo, es quien triunfa. Los veo y me digo que no queda mal asustar a los demás en una entretenida broma como aderezo para el espíritu.
Creo que esta sensación contradictoria la tienen muchos padres y madres que nos encontramos inmersos en la, muchas veces dudosa educación, que damos y reciben nuestros hijos. Digo reciben, y esto es otra dimensión de “lo absurdo” teniendo en cuenta la fuerza del instinto de protección y del amor congénito, por la enorme cantidad de horas que pasan fuera de nuestro presumible control en el colegio, frente a la televisión y en el uso de internet. Es decir, por desgracia la mayor parte del “tiempo educativo”. Ahora que no nos escucha nadie, y que quede entre ustedes y yo; alguna vez me he planteado no escolarizar a mis hijos y tirar a la calle todas las pantallas y consolas que compré en horas absurdas para incentivar en ellos el consumo. Lo peor es que es posible que la naturaleza de esta tentación sea también absurda. Esto me recuerda a la novela docuficción “Nocilla Dream” de Agustín Fernández Mallo en la que plantea que la Red bioesfera, la Red internet y la Red neuronal poseen todas una misma tipología, por lo que pueden ser consideradas, a ciertos efectos, isomorfas.
Si es así, la comparación nos puede dar una idea de lo atrapados que nos encontramos en este mundo y de lo libres que nos sentimos en el deseo de querer romper la inmensa Red que lo contiene todo. En realidad no es más que un inocente juego de la imaginación en la experiencia de querer vivir en libertad y en comunicación con nuestros semejantes. Pasemos página con Halloween, pues se avecinan otros menos virtuales estremecimientos. Quienes manipulan la Gran Red tienen en cuenta, como aseguraba el filósofo francés de la posmodernidad J.F. Lyotard que “Saber es poder”.



Artículo para "El periódico de Huelva".

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