En la cotidianeidad, esa
voz que se utiliza como concepto de lo ordinario para quitar peso a
las abruptas y a veces convulsas relaciones entre vecinos, padres, hijos y
hermanos, y por supuesto en el ámbito laboral aparentemente más propio del
establishment que de la gente humilde, podemos encontrar las más sofisticadas
estrategias de chantaje, persuasión y engaño. Pensamos sin más que este estatus
quo no merece un análisis pormenorizado porque pertenece a las partes pudendas
del cuerpo social, esas que tenemos que tocar y asear a diario en la intimidad
y el silencio para remediar los males más elementales contra nuestra salud y
supervivencia y que solo a cada uno le corresponde su menesterosa actividad.
En lo que sucede inevitablemente
a diario, en la repetición global de millones de altas traiciones y toda clase
de artimañas para arrebatar y desprestigiar al prójimo, se halla el núcleo
central de las pasiones más sonadas. La paradoja consiste en que el avaro
siempre se siente pobre ante otro avaro. Nuestro grado de avaricia queda
ilustrado en los ejemplos más mediáticos y nos escandalizamos ante ellos como si nuestras partes más íntimas
estuviesen expuestas sin ningún pudor ni vergüenza gracias a nuestra
indiscutible inocencia. Intento no caer en la tentación de apoyarme en el
refrán ni la frase hecha, pero nos guste o no el latrocinio y el crimen son
ejecutados por individuos de carne y hueso, por gente como quien ahora posa su
mirada sobre estas líneas.
El sentimiento de
culpa, de penitencia neo-liberal, no exime a nadie de la barbarie ni de, por
supuesto, la connivencia. El mal menor del perdón resulta como un ladrillo más
de altura en una torre sobre unos falsos cimientos. Una construcción que para
sorpresa de los aprendices jamás se derrumba.
La insaciable
avaricia la defiende el filósofo. Cuenta con mitos como el de Perseo o Sísifo,
con epopeyas como la conquista del espacio sideral o con las revoluciones
sociales. La avaricia es en esencia búsqueda y progreso, dice. El filósofo es
sincero y ante su mirada aterradora el único capaz de rebatir su verdad es el
pedagogo. Pero este sólo cuenta con la ayuda de la historia, y esta no es
futuro. No dispone de suficientes argumentos. Entretanto contamos con el
político, que dice ser un híbrido de los dos anteriores y su método más famoso,
la democracia. Padres, hijos, vecinos, empleados, empleadores todos en el
estado de repetición del orden cotidiano, ninguna ciencia os legitima. Sois
legitimadores.
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