Resulta alentador imaginar la extraña luz que ilumina a
personajes de ciertas novelas. Obras de autores en la práctica de un existencialismo radical de finales del
siglo XX. Dicha radiación los convierte en exclusivos observadores de la Nada.
Cuando yo era
demasiado joven pensaba que la idea de “Nada” era crucial para el futuro, para
el presente que vivimos y que parece paradójicamente consecuencia de esa Nada. Por comprender la idea hasta me enfrasqué en
la novela de Carmen Laforet, que por cierto me pareció encantadora. Por
desgracia ella solo se refería a una nada localizada, no encontré ningún
indicio de esa Nada superestructural.
En aquellos
personajes perdidos en ningún lugar ni tiempo, como Bloch en “El miedo del
portero ante el penalti” de Peter Handke, o el personaje anónimo principal de
“Ampliación del campo de batalla” de Michel Houellebecq, podemos encontrar ese
concepto más o menos terapéutico inventado por el filósofo Ernesto Laclau de la
“Plenitud Ausente”.
Se supone que estos
personajes -y otros muchos más de otros
tantos autores que conozco y que aquí no voy a enumerar por razones de economía
y tiempo-, se hallan en un mundo al que pertenecen por derecho y naturaleza, y
en el que, sin embargo, no encuentran razones para que así sea. Podríamos
pensar en la plenitud de la muerte en todo aquello que posee vida, como una
cuestión elemental de que todo lo que nace muere, pero entonces las actitudes
de estos protagonistas se reducirían a aferrarse a la existencia a modo de
seres inmortales, mediante obras o acciones. Lo que buscan constantemente en el
fondo son razones para evitar el suicidio. Sus creadores, Handke o Houellebecq
los han soltado en un mundo ficticio en el que van de un sitio para otro de la
manera más inopinada e indisciplinada posible. Ellos, los autores, viven (Vivían)
una vida deslocalizada, tan estática, se supone que en el ejercicio de la
meditación y la observación, que en un inevitable experimento echan a correr a
sus hijos en un tablero polivalente de juegos. El acierto consiste en saber
que la desidia de occidente, ante todo
en cuanto al desafecto y deslealtad del individuo hacia el grupo o tribu se
refiere, en la caída controlada gracias a la ilusión de la autosuficiencia, es
lo que nos salva de la negligencia y del suicidio.
No se trata de un
tipo de pereza sino de incapacidad para encontrar respuestas hasta en las
emociones más esenciales. Los personajes se dejan arrastrar por la maquinaria
de la civilización moderna con docilidad y humildad, en una ignorancia
(resignación) más propia del santo que del conquistador.
¿Qué es y qué busca el
individuo transmoderno?
La risa en esa Nada iluminada. El baile alrededor del
aplazado suicidio en una fiesta a la que no fue invitado.
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