martes, 22 de abril de 2014

EN UN BRUNCH







Nos invitaron a  un brunch de Pascua. ¿Qué demonios es un brunch en dicha celebración? ¿Qué puñetas se come allí, cómo se viste para la ocasión, se debe llevar regalos, una botella de vino quizá? ¿Es una celebración solemne y grave como para cometer errores de este tipo?  Me preguntaba  todo esto al mismo tiempo que trataba de disimular mi desconcierto con todos los medios posibles a mi alcance, es decir, lo que viene a ser más o menos en la inevitable conducta pop de mi generación, poner “cara de póker”,  de despistado con la agenda del fin de semana muy ocupada, para entendernos mejor.
   Nos invitó Rose Mary. Ella es suiza, alta, atlética, bellísima, políglota, aunque con un castellano muy italianizado a causa de su nacionalidad ecléctica e intocable de un país en medio de ninguna parte, de una Suiza de la que se siente orgullosa por su independencia e internacionalismo y en la que no quiere vivir porque, como ella misma dice, “no puedes prender cerveza al aire libre más de dos meses del año”. Si sabes que Rosemary (esto también es inevitable en mi percepción pop del mundo) tiene más de setenta años y la ves con su melena rubia suelta puedes llegar a pensar que Claudia Schiffer es un mero remake al uso de la moda y sanseacabó.
   Rosemary, nombre que para colmo del cariño que nos muestra y su amor hacia la naturaleza  significa “romero” a la traducción, tiene poco amigos españoles. Llegó a Huelva hace poco más de un lustro y desde entonces recorre la costa suroeste, desde el Cabo de San Vicente hasta Matalascañas, visitando amigos holandeses, ingleses, alemanes, franceses y hasta algún que otro hindú.
  El brunch de Pascua, como ya vaticinó mi mujer con su lapidario sentido común,  consistió en “echar el día” sin aspavientos folclóricos, comiendo y bebiendo en las tierras de Huelva. Hubo rito, y acerté con la botella de vino, si bien aquel tuvo su fundamento en la risa, producto de una rastrera búsqueda de dieciocho huevos de Pascua (cocidos, no de chocolate suizo, ¡qué desilusión!) por el césped de la parcela.
    Los huevos cocidos siempre me han resultado demasiado grandes. Tras engullir el que me tocó con tomillo y sal, la reducida comensalía internacional emprendió el camino del vino hasta llegar, cómo no, al descampado socrático de todo banquete que se precie. Delfina, holandesa, hispanófila convencida, preguntó: “Con el paro galopante que hay en Huelva, porqué se cierran tantos hoteles en invierno?
 Nos hallábamos en el término municipal de Gibraleón, pero las primeras gotas de lluvia que aparecieron tras la pregunta me parecieron de ninguna parte. Tuve la sensación de que el brunch comenzó demasiado tarde.

    

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