Nos invitaron a un
brunch de Pascua. ¿Qué demonios es un brunch en dicha celebración? ¿Qué puñetas
se come allí, cómo se viste para la ocasión, se debe llevar regalos, una
botella de vino quizá? ¿Es una celebración solemne y grave como para cometer
errores de este tipo? Me preguntaba todo esto al mismo tiempo que trataba de
disimular mi desconcierto con todos los medios posibles a mi alcance, es decir,
lo que viene a ser más o menos en la inevitable conducta pop de mi generación,
poner “cara de póker”, de despistado con
la agenda del fin de semana muy ocupada, para entendernos mejor.
Nos invitó Rose Mary.
Ella es suiza, alta, atlética, bellísima, políglota, aunque con un castellano
muy italianizado a causa de su nacionalidad ecléctica e intocable de un país en
medio de ninguna parte, de una Suiza de la que se siente orgullosa por su
independencia e internacionalismo y en la que no quiere vivir porque, como ella
misma dice, “no puedes prender cerveza al aire libre más de dos meses del año”.
Si sabes que Rosemary (esto también es inevitable en mi percepción pop del
mundo) tiene más de setenta años y la ves con su melena rubia suelta puedes
llegar a pensar que Claudia Schiffer es un mero remake al uso de la moda y sanseacabó.
Rosemary, nombre que
para colmo del cariño que nos muestra y su amor hacia la naturaleza significa “romero” a la traducción, tiene poco
amigos españoles. Llegó a Huelva hace poco más de un lustro y desde entonces
recorre la costa suroeste, desde el Cabo de San Vicente hasta Matalascañas,
visitando amigos holandeses, ingleses, alemanes, franceses y hasta algún que
otro hindú.
El brunch de Pascua,
como ya vaticinó mi mujer con su lapidario sentido común, consistió en “echar el día” sin aspavientos folclóricos,
comiendo y bebiendo en las tierras de Huelva. Hubo rito, y acerté con la
botella de vino, si bien aquel tuvo su fundamento en la risa, producto de una
rastrera búsqueda de dieciocho huevos de Pascua (cocidos, no de chocolate
suizo, ¡qué desilusión!) por el césped de la parcela.
Los huevos cocidos
siempre me han resultado demasiado grandes. Tras engullir el que me tocó con
tomillo y sal, la reducida comensalía internacional emprendió el camino del
vino hasta llegar, cómo no, al descampado socrático de todo banquete que se
precie. Delfina, holandesa, hispanófila convencida, preguntó: “Con el paro
galopante que hay en Huelva, porqué se cierran tantos hoteles en invierno?
Nos hallábamos en el
término municipal de Gibraleón, pero las primeras gotas de lluvia que
aparecieron tras la pregunta me parecieron de ninguna parte. Tuve la sensación
de que el brunch comenzó demasiado tarde.
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