¿Estamos condenados a entendernos o al
servil hecho de la hueca convivencia? Si me apuran con preguntas de examen digo
que estamos jodidos, sentenciados a odiarnos lo justo, lo suficiente para no
perder nuestro estatus o escasos privilegios. Desde el mayor accionista de una
gran multinacional al recepcionista del hotel más cutre del mundo nos
encontramos todos obligados a evitar a toda costa la tentación de abominar al
hijo de puta de turno que viene a freírnos como “su” mal menor en la defensa de
sus intereses. Debes reprimirte mucho para no andar suelto dando tiros o
cuchilladas día sí y el otro también. A veces, cuando la contención se rompe
por una desconocida y corrosiva composición química en un rincón oculto de
nuestros cerebros, sucede lo innombrable. Una tropelía del dictador que todos
llevamos dentro. Una descarga de odio tan fuerte, tan desproporcionada, y de la
que se hablará con sosegada frialdad analítica, que siempre resulta extraña en
la paz interior de la colmena, en la calma de la inteligencia del cosmos al que
pertenecemos y estamos sujetos como medida de todas las cosas para no romper el
equilibrio.
El animal aprende de su prójimo. Actúa camuflado a la espera del seguro
desliz contemplado en la perfección del azar y encuentra su oportunidad. Su paraíso,
aunque dure solo unos minutos, lo encuentra por una concesión de intereses del
otro o por un despiste en la pelea. Hasta para el frío Aristóteles la fortuna
es vital para disfrutar de un receso en la apropiación del bien y la virtud.
¿Qué esperamos los unos de los otros? Nada que no sea la aprobación de nuestro
lance de Hacedores.
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