jueves, 3 de abril de 2025
PIANISTAS
Corrían por encima de la alambrada con la misma seguridad y rapidez que si lo hubieran hecho a ras del suelo. Podíamos verlas como en un teatro de sombras chinescas gracias a la pobre luz de las bombillas que alumbraban la terraza, y que a duras penas lograba filtrarse entre las ramas del aromo, y a una densa y caliente oscuridad que hacía de telón de fondo tras la caída del sol que nos había perseguido durante todo el día a más de 40 grados.
Durante sus carreras la alambrada cimbreaba. Las malditas provocaban un sonido que al principio sentí que la causa procedía del interior de la tierra. Estaba seguro de que todos los presentes tuvimos al mismo tiempo la misma sensación. Sin embargo, nadie dijo nada. Nadie mostró ninguna señal de alarma impelida por el instinto de protección ante una amenaza desconocida.
Debo admitir que me asusté. Sentí un miedo que me recorrió mi espalda y enfrió de repente mi piel sudada. Pocos segundos más tarde me encontraba menos preocupado, aunque me sentí incómodo e incluso ridículo cuando pensé en la posibilidad de que alguien nos estuviese gastando una broma en la noche y estuviese provocando el temblor de la malla metálica.
Cuando descarté esta posibilidad ante la evidencia de que no se había ausentado ninguno de los tertulianos me vino la imagen de una fotografía reciente del pianista y director de orquesta Daniel Barenboim. Su aspecto era muy preocupante. Había envejecido de repente como si la naturaleza se hubiese ensañado con él. No lo habría reconocido si no mantuviese aún su peculiar mirada distante y su porte desafiante en sus apariciones públicas. En ese momento no lo pensé, pero ahora me pregunto por qué razón me vino a la mente la imagen nueva de un Barenboim viejo. Supongo que sería a causa de un pensamiento reflejo, como ocurre con esas esas instantáneas de nuestras vidas que tenemos almacenadas en nuestra memoria y que irrumpen en los momentos más inesperado.
Tal vez el aspecto tan impactante de Barenboim, de un personaje tan mediático y al que tanto admiro por sus capacidades pianísticas, calase en su momento en mi psique de un modo muy negativo, hasta el punto de asociarlo sin ninguna explicación posible cuando barrunté que se movía el interior de la tierra. Recuerdo que en una ocasión un indigente se acercó a mí con un talante excesivamente violento para exigirme una limosna y al instante apareció en mi cabeza el espantoso episodio que sufrí en mi infancia cuando salí rodando por las escaleras del piso de mis padres y acabé en el acerado de la calle con una hemorragia nasal con un caudal de sangre tan abundante que tras el accidente parecía que habían inmolado allí mismo a varias víctimas para calmar a los dioses que parecían haberse confabulado contra mi existencia. Durante mi infancia mi madre siempre decía respecto a mis heridas que alguien debió hacerme un mal de ojos cuando estaba aún en su vientre de tantos accidentes como sufría.
-Es una pena que Barenboim tenga que morirse, dije.
-¿A quién te refieres?, preguntó Milagros.
- A un pianista muy mayor. Aunque ahora no lo recuerdes creo que le conoces.
-¡Vaya!, se ve que nuestra conversación sobre el Imperio Romano no te interesa demasiado, dijo Manuel.
-Perdonadme, pero me ha parecido oír un ruido extraño y supongo que me habré despistado.
-Son ratas. Llevan un rato paseándose en nuestras narices, dijo Anselmo.
-¡Dónde están!, exclamamos todos al unísono y levantándonos de los asientos. Todos menos Anselmo, por supuesto.
Sentí al nuevo Barenboim como una intimidación, como una especie de amenaza. Sabía que no era justo ni razonable pero no lo pude evitar. Entonces vi a una de ellas que se desplazaba por el borde de menos de un centímetro de ancho con tanta rapidez que de no ser por la observación de Anselmo nunca habría creído que se tratara de una rata. No solo me repugnó su aspecto, también sentí deseo de exterminarla por incordiarnos tratando de encubrirse en una velada en la que perecía que nos las prometíamos felices. Estuve a punto de preguntarle a Anselmo cuando fue la última vez que vio a Barenboim, pero tal vez me contuve ante la posibilidad de que a pesar de su desinterés por el pianismo dijese que él ya sabía cómo se encontraba el pianista.
-Están aquí porque estamos rodeados de cosechas de trigo y se acercan buscando un poco de humedad, dijo Anselmo.
-Entonces tendremos que poner veneno por toda la parcela, dijo Lucía a mis espaldas con la voz quebrada tras el susto.
-Creo que son ratas de campo. He oído que son inofensivas. Viven de semillas y gusanos, dijo Milagros.
-Sí, llevas razón, pero son ratas y nunca te puedes fiar de ellas, contestó Anselmo.
De inmediato y sin que nadie lo propusiese todos colaboramos y retiramos la mesa y las sillas un par de metros más atrás.
-No es bueno darles confianza. Si se acostumbran a nuestra presencia pueden acabar bebiéndose nuestra cerveza, dijo de nuevo Anselmo con un tono un tanto jocoso,
Tratamos de desviar la atención a otras cuestiones más cotidianas que el Imperio Romano. Hablamos de la política local, del precio de la electricidad y los combustibles, incluso de los proyectos de nuestros hijos y hasta de la falta de educación de nuestros vecinos, pero por más esfuerzo que hicimos todo fue inútil y acabamos focalizando nuestra atención en las sombras chinescas. Traté de normalizar la situación pensando que si ibas al campo podías encontrarte con muchas incomodidades, y en nuestra parcela, por muy civilizada que quisiéramos pensarla, jamás estaríamos libres de las imprevisibles consecuencias de la azarosa naturaleza.
Pudimos dar cuenta de que si gritábamos cuando se asomaba alguna a un lado del proscenio se reprimían y no emprendían la carrera por la alambrada. Hubo un momento en el que, a pesar de que no parábamos de mirar con asco a nuestro alrededor por si se atrevían a transitar por un lugar distinto, nos divertíamos con aquella especie de juego desafiante. Al poco se hizo evidente que ganaban ellas. Lo único que lográbamos con nuestros gritos era que corrieran más rápido.
-Recuerdo que en mi infancia mi padre usaba una escopeta de aire comprimido para matar en el patio las salamanquesas que tanto nos repugnaba, dije.
-Para matar a las ratas con eso debes apuntar muy bien a la cabeza, y es bastante difícil acertar con lo rápidas que son. Además de ese modo no las exterminarías. Lo mejor es agua abundante y mucho veneno, dijo Anselmo.
-No sé si es buena idea Anselmo. Con la gran cantidad de trigo que han cosechado por todas estas tierras podrían acudir miles de esos bichos asquerosos, dije.
Anselmo no hizo ningún comentario a mi observación. Creo que su silencio narraba perfectamente lo que era inevitable, y efectivamente así sucedió exactamente durante el verano. Pusimos pastillas de veneno por todos los rincones y a los pocos días un olor nauseabundo se extendió por toda la parcela. Tuve que recoger con la azada entre los setos y los rosales a docenas de ratas muertas. Lucía me miraba y estoica callaba mientras yo me encargaba de eliminar aquella pestilencia.
-Voy a ahorrar durante todo el invierno y nos iremos todos los veranos al Norte, y si nos resulta demasiado caro pues nos vamos de acampada, decía Lucía siempre que acababa mi limpieza diaria.
-Sí, nos iremos al Norte. Sería maravilloso poder huir de este infierno del verano. ¡Quién sabe si no sería mala idea vender esta tierra y comprarnos otra allí arriba!, le contestaba casi convencido y guardando el equilibrio de mis pasos por los terrones secos y con una rata muerta dispuesta en la azada como si fuese una presa valiosa para lanzarla lo más lejos posible por encima de la alambrada.
-Pero, no sabemos si allí tendremos también ratas de campo como aquí, dije con resignación.
Teníamos que buscar los cadáveres cuando el sol estaba todavía muy alto. En una ocasión Manuel se presentó para ayudarme. Era un tío muy afable y empático. Siempre hablaba interesándose por todo. Nos hicimos amigos en la cola de la caja de un bazar del pueblo después de prestarme unas monedas para poder pagar mi compra.
-Tengo la sensación de que aquí hay más ratas de las que debería haber según los argumentos de Anselmo. No sé si a todas las parcelas que están cerca de los trigales les ocurren lo mismo.
- Hay cientos de pianistas extraordinarios y versátiles. Sin embargo, ninguno alcanza a tener la misma repercusión mediática que Barenboim y, entre otras muchas razones, acabamos educando nuestro oído mediante la repetición de lo que escuchamos. Probablemente hay mujeres y hombres completamente ineptos para asumir su reiterada aparición en los medios. Personas con un inmenso talento y competencias únicas que son incapaces de aceptar que los medios puedan apropiarse de todos sus pensamientos las veinticuatro horas del día. Supongo que si Barenboim fuese propietario de esta parcela ya habría buscado el modo de denunciar a la sociedad su plaga de ratas. Supongo que la mayoría de las personas necesitamos al menos ocultar una parte de nuestras vidas. En este mundo existen tíos como Barenboim que para poder identificarse a sí mismos deben dirigirse permanentemente a una audiencia inmensa, mientras que otros como yo entienden que estas ratas son mías y a nadie les importa.
Pensaba que Manuel estaba atendiendo a mis palabras. Cuando levanté la mirada se encon traba muy agitado y haciendo aspavientos al otro extremo de la parcela. Estaba discutiendo a gritos por su teléfono móvil con Anselmo.
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