sábado, 10 de diciembre de 2011

DULCE MUERTE





Puedo ver al ejecutor, al matarife, ya que nadie sabe nada sobre el dictamen de sentencias de muerte, bajo el pórtico que se levantó para los sacrificios en la nueva Babel. Ajetreado pero sin aspavientos, parece ensimismado con pensamientos que no son de este mundo. Quizás esté elaborando un plan para su vida una vez que acabe la hecatombe que le fue encomendada. Por lo que yo entiendo se le ve tranquilo y eficaz en su cometido.
Aún queda muy lejos mi turno, me pierdo al final de la cola y compruebo que mis semejantes no paran de palpar sus rostros, algunos con más excitación que otros. Parece que esta mañana han desaparecido todos los espejos y nadie ha podido ser testigo y dar constancia de su autenticidad. Nadie ha podido comprobar hoy quien es, aunque sí pueda evidenciar en una serie que va más allá de lo que se puede divisar, las facciones anónimas e intrigantes de sus congéneres. Veo a gente que está haciéndose fotos una y otra vez a sí misma con sus móviles y que por sus gestos no queda convencida del resultado en las pantallas. El cielo está totalmente despejado. Es la misma luz que hemos visto no sé cuántas veces, la misma brisa suave que apenas mueve unos milímetros las hojas de los árboles, la idéntica fuerza que el suelo ejerce sobre las plantas de nuestros pies desde que la memoria indica que si queremos calmar una necesidad debemos ir desmemoriados a un lugar siempre desconocido. La cola avanza lentamente, como deleitándose en la muerte. Todo el mudo guarda orden. Tan sólo las víctimas que se encuentran más próximas a la hora final, alzan el cuello y buscan la diagonal de una buena perspectiva para ver como el brazo del matarife, elástico y flexible, usa el jifero como una tenista experto para dar el mate final. No hay dolor, éste como mínimo se huele, y no es el caso. Todo es silencio, incluido el matadero. Ni siquiera median neumas entre el degollador y nuestros cuerpos. Todo se encuentra dentro de la normalidad, excepto un detalle.
En las grandes matanzas Babel siempre ha tenido el problema de deshacerse de los cuerpos y de limpiar la sangre. Fosas y piras han sido las soluciones adecuadas. Para esta que nos ha tocado vivir, los ingenieros idearon una tecnología de vanguardia. Las víctimas se acuestan en el altar y el cuchillo penetra sus cuellos sin producir ni una gota de sangre. Sin sufrimientos, los cuerpos y sus ropas se esfuman a los pocos segundos. Como digo la sofisticación está demasiado desarrollada. No sé a mis semejantes pero a mí este tipo de muerte es lo único que me produce un relativo malestar en el aguardo de la cola. Siempre pensé para mi muerte una enfermedad crónica, un grave accidente o una natural declinación de la vida. Ni por asomo hubiera imaginado expirar con este método tan exclusivo, tan determinante como la última nota de una obra musical. Por lo demás todo va como la seda. Tengo a un paso hacia adelante a una muchacha preciosa con curvas sinuosas como las hace el viento para atravesar las calles estrechas de una ciudad, y a otro hacia atrás a un adolescente que lee un periódico con mirada inteligente.
Es mi turno. Me acuesto y dasabrocho los primeros botones de mi camisa ante la indiferencia del matarife. El cuchillo se dispone a cortar el aire. No cerraré los ojos. Tengo dos segundos para ver las viñetas de mi vida. En una cortan mi cordón umbilical y en las siguientes… No hay siguientes. Los ingenieros dispusieron que para no sufrir lo mejor era eliminar paulatinamente la memoria.


Para "El periódico de Huelva".

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