lunes, 6 de febrero de 2023

LA ESTRELLA FUGAZ

El sol no hacía mucho que se había ocultado, y en aquel momento, bajo una interminable sucesión de nubes cúmulo púrpuras, que perecían huir de la oscuridad del Este (dirección a la que yo me dirigía), tuve la sensación de que los vehículos que transitaban con los faros encendidos por la autopista eran seres que se deslizaban por el asfalto. Llegué al convencimiento de que toda cosa que se moviese en el mundo tenía vida propia. Además, tal vez por una cuestión tácita como habitante del planeta y quizá programada desde una nueva teosofía de índole capitalista para el nuevo milenio, asumí que cada una de aquellas luces blancas y rojas que vibraban a ras del asfalto tenían un motivo poderoso para hacerlo. Al paso por una zona señalizada de peligro por irregularidades en el firme sujeté con ambas manos el volante y me arrellané en el asiento tras sentir las amenazantes oscilaciones de las ruedas bajo mi cuerpo. Aún no la había visto pero inmediatamente supe que surcaba el cielo una estrella fugaz. Sentí una pequeña chispa en mi cabeza e inmediatamente dirigí la mirada hacia el noreste. Allí estaba. Creo que era la estrella fugaz más grande que he visto nunca. En el acto efímero y sorprendente del fenómeno percibí al mismo tiempo el oxímoron de una perturbadora lentitud y majestuosidad. Tal vez mis argumentos estén estrechamente relacionados con cuestiones archiconocidas del psicoanálisis, puede que hasta con la experiencia de mecanismos mentales como el deja vu o con los episodios terapéuticos regresivos. Sin embargo, no por ello, aquellos momentos significaron para mí la vivencia de un episodio del tipo que nuestra mente por su difícil explicación y tras una somera reflexión clasifica como logos imposible. El lapso de la vida de una estrella fugaz, el tiempo en el que pude observar a través de una grieta de nuestro mundo el efecto de la experiencia efímera y fortuita, fue lo suficientemente determinante para convencerme de que si queremos podemos crear un futuro perfecto en un no-lugar. En cuanto que mi conciencia, tras el acontecimiento que supone la visión de una estrella fugaz, por una parte alegre, y por otra de desconcierto y recelo ante el temor y la ignorancia que nos provoca la irrupción del fuego , retomó el hilo de los sentidos de la orientación y la identidad, un sentimiento de cansancio se apoderó de mí ante la evidencia de que mi instinto había localizado a la estrella y que, sin embargo, mi incapacidad la había dejado escapar inexorablemente ante el deseo firme de retenerla (creo que para no engañarme) de un modo perpetuo. Sin embargo, recuerdo con claridad una emoción inusitada, un entusiasmo desbordante y una fuerza descontrolada fuera de mi cuerpo, como una especie de ausencia total de mi identidad durante un instante infinito. Me costará olvidar el yo-oculto perdido en no sé qué lugar de la existencia, ese que los etólogos calificarían como a un animal enjaulado y desconocido, al que rara vez les permitimos manifestarse en los breves momentos que dejamos de sentirnos el centro del universo y que apareció exultante de la nada y tomó el control de mi cuerpo y supongo que también de mi vehículo. Es posible que la obsesión permanente por ostentar las competencias indispensables para alcanzar el éxito en el universo antropocéntrico que hemos elaborado nos haya conducido en el tiempo a un estado en el que ya no nos reconocemos. Con el paso de los siglos nuestro vínculo con la naturaleza se ha deteriorado, y aquella férrea voluntad de comunicación con ella se ha transformado en una laxa conveniencia de intereses, hasta tal punto que extrañamos nuestra atávica capacidad de interpretación ante fenómenos extraordinarios como la visión de una estrella fugaz. Pero, ¿qué alimento revitalizó al animal que emergió desde mis profundidades? ¿Fue la visión de la estrella fugaz lo que hizo estremecer todo a mi alrededor como si nada fuese consistente ni definitivo? La apatía y el cansancio posterior tras un episodio que todo el mundo catalogaría en la más razonable de las versiones como un infrecuente y súbito ataque de inspiración, no me impidió comprender que tal universo antropocéntrico es una imagen hiperrealista de nuestro mundo en un falso espejo. La sospecha ante la farsa de la bienaventuranza de todo proyecto de civilización subyace inevitablemente en la artificiosidad con la que pretendemos descifrar lo desconocido. Aspiramos, para protegernos de nuestros propios miedos ante la evidencia, a ordenar el caos, a remediar lo inevitable para no perdernos en medio de los caminos de la ciencia y el progreso, y lo que conseguimos con esta actitud es encarcelarnos en la prisión del conformismo y la alienación. De tal modo hemos aprehendido el significado de la aparición de una estrella fugaz que acabamos asumiéndola como un inofensivo y ordinario suspiro del caótico desorden de los abismos. El fenómeno nos infunde miedo, aunque sea este sea relativo y, sin embargo, del mismo modo que nos parece una amenaza las tormentas solares o la proximidad de un agujero negro, somos capaces de procrastinar nuestras decisiones ante sus posibles consecuencias como si nuestros cuerpos y nuestras vidas no perteneciesen al aquí y al ahora. La experiencia de la estrella fugaz nos emborracha de realidades de otros mundos, iguales o ajenos a este, y que se confunden en lo infinito del pasado y del futuro. En los instantes de vida de aquella estrella fugaz aparecieron todas las preguntas y sus respuestas. Al paso bajo un puente sentí la necesidad de la cena, una sensación tan vital y ordinaria como dirigir la mirada a un pequeño grupo de personas que se apostaban en el pretil. El cielo se había oscurecido tanto que solo pude percibir sus estáticas siluetas. A pesar de que empezaba a ser tarde para pasear por el campo no les concedí ninguna importancia a su presencia. Pero en el siguiente puente de servicio vi varias manchas negras dispersas entre sus accesos. Debian comportar mucho más del doble de personas que en el anterior puente y se encontraban en la misma quietud que el anterior grupo. Sentí más hambre, como si hubiese guardado un prolongado ayuno. Inmediatamente supe que un acontecimiento inusual iba a tener lugar. El campo entero a ambos márgenes de la autopista mostraba cientos de siluetas. Algunas se movían en la oscuridad como sombras sin ninguna correspondencia que las proyectara. La inquietud se apoderó de mi cuerpo y mis manos y decidí que lo mejor era salir cuanto antes de la autopista e intentar comprobar que estaba ocurriendo con toda aquella gente. Me dispuse a tomar la salida 75 cuando advertí que era imposible salir de la autopista. El carril de deceleración se encontraba bloqueado de vehículos. El tráfico se había colapsado y había una masa compacta de siluetas asomadas al último puente y a las rotondas que bifurcaban los accesos. Activé el freno de manos y me apeé en la misma vía de acceso. Conforme avanzaba hacía la turbamulta de coches y formas humanas percibí que el aire de la noche tenía una frescura agradable, y me pareció oír a mucha distancia risas y melodías de voces blancas. Cuando pude acercarme a las primeras figuras comprobé que pertenecían a adultos que miraban al cielo y sonreían plácidamente, como niños a los que se les ha prometido un regalo. El tráfico en la autopista se había paralizado por completo. Sólo se escuchaba el ruido de los motores de los coches abandonados. Todos miraban hacia el firmamento con la máxima quietud y en absoluto silencio. Supongo que por instinto volví a mirar hacia arriba. De repente irrumpieron miles de estrellas fugaces, tal vez tantas como personas ejercían la observación en la noche del planeta. Fue una experiencia inenarrable. Un destello de proporciones inimaginables iluminó el cielo y éste se confundió con la tierra de nuevo durante otro instante infinito. Entonces me dije que los seres humanos vivimos permanentemente a la espera de señales que nos reconforten en nuestra soledad, que hemos aprendido por cuestiones elementales de supervivencia a adaptarnos al medio y a luchar con competitividad en la vorágine social. Sin embargo, con la facultad del tiempo de un segundo, o quizás más, que nos cuenta la neurología que nos fue concedida como especie para reaccionar ante el futuro, somos capaces de advertir tanto amenazas como venturas, para de algún modo poder presentir, mediante esta imponderable competencia y virtud, que nada es imposible en un universo cuya existencia se basa tanto en la creación como en la destrucción. Nadie dijo nada. Nadie se movió, y la imagen de la autopista que se perdía en la penumbra de las luces de los vehículos estacionados quedó petrificada en mi mente como un petroglifo grabado en el aire. Desde aquella noche observo que muchos hombres y mujeres se quedan de repente durante minutos paralizados y con la mirada perdida en medio de la calle o en los supermercados. Desde entonces miro al cielo todas las noches para no olvidar que hay un lugar que abandonamos y en el que fuimos y nos configurábamos al ritmo del tiempo y el espacio, y al que tal vez podamos volver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario