Uno de los momentos más esperados de las ferias y fiestas de mi
infancia era el de contemplar en el tenderete de las nubes de algodón, al borde
mismo de la media esfera donde el artista, la artista (casi siempre un o una
adolescente ubicada estratégicamente por mandato de la familia de feriantes a
la que pertenecía en un lugar propicio para la venta), con gestos graves y una
altanería que rozaba muchas veces el desprecio a los niños y niñas, daba forma
y vida a una nube aquí en la tierra, que además te la podías comer.
Dependiendo
de las ganas y el dinero había tardes en las que podías contar más nubes
pululando alrededor de las atracciones de feria que en el cielo. Por entonces
yo pensaba que las nubes allá arriba tendrían un tacto parecido a las que
agarrábamos con el palito de madera; tal vez no serían dulces pero si hubiera
podido subir hasta donde estaban podría haber cambiado la distribución y hasta
traerme a la tierra una de ellas. El día de mi primer vuelo, siendo ya un
adulto obstinado en hacerse respetar, el avión atravesó una nube blanquísima e inmensa. En aquel momento me
incorporé y busque los ojos de los pasajeros. Atravesamos aquella nube y nadie
dijo nada. Hecho que corroboró que el desprecio o cuando menos la indiferencia
de los artistas del azúcar, es consecuencia del fenómeno de la repetición. Más
o menos como venía a decir W. Benjamin en su análisis de la reproductibilidad
de la obra de arte en el mundo moderno, el aura de la obra pierde definitivamente su vigencia en el
intento de querer mostrarla “aquí y ahora”.
La
diferencia entre pensar una nube y atravesarla es dramática. Sin embargo esto
no debe desalentarnos. Todos aquellos que alguna vez hemos soñado en intentar
cambiar el mundo deberíamos saber perfectamente cómo se hace una nube de algodón.
Deberíamos saber que desde el cementerio el día de los difuntos piden por el
móvil las pizzas los vivos y no los muertos, o que un elefante al que le han
enseñado a pronunciar cinco palabras en coreano lo hace en cautividad y no será
precisamente por esta habilidad el salvador de sus semejantes a quienes le
roban la vida para quitarle el marfil.
En el Facebook
leí un enlace de Jordi Carrión sobre la truncada conferencia que Italo Calvino
no pudo dar en Harvard para el curso 1985-86. Le sobrevino la muerte y dicha
conferencia acabó convirtiéndose en “Seis propuestas para el próximo milenio”.
Leí el libro en junio del 89. Lo leí con avidez e intriga. Desde esta fecha la
literatura en el mundo sigue girando alrededor de lo mismo. Quiero decir, lo
que vende y lo que no, la literatura que adormece los sentidos (grandes
mamotretos en buenas y cuidadas encuadernaciones, para quedar muy “vintage” en
navidad) y la otra literatura que casi no lee nadie y que sin embargo, remueve
el follaje del sistema. Que las propuestas de Calvino continúen vigentes o no me
importa bien poco, porque creo que existen otras urgencias a las que acudir
antes que a la del análisis. En cualquier caso recuerdo perfectamente que la
primera propuesta del libro hablaba sobre la levedad. En ella dice Calvino: ….he tratado de quitar peso a las figuras
humanas, a los cuerpos celestes. A las ciudades; he tratado de quitar peso a la
estructura del relato y al lenguaje.
Nos están dejando sin nubes de algodón. Apenas veo
niños sujetando alguna de ellas. Y hasta es posible que a los niños del siglo
XXI no les gusten las ferias. Éste Áurea que refiere Benjamin se ha
transformado en “Marca Blanca”. Criaturas como el 15-M continúan naciendo. Sin
aura. Tal vez incoloras, propiedad del género de la bisutería.
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