“Cuentan
que el capitalismo es una máquina capaz de superar la creatividad y la
originalidad del individuo, que ha adquirido un desarrollo mental a base de los
fragmentos o segmentos del armazón del pensamiento que aquél necesita para ser
ente pensante y libre. Dicen que el capitalismo es el espejo en el que nos
hemos mirado durante siglos, en el que continuamos y continuaremos haciéndolo hasta el final de los tiempos. O
tal vez hasta el colapso del pensamiento colectivo como meta inevitable que nos
llevará de nuevo al “Todo fluye, nada permanece” de Heraclito, al “Retorno de
lo idéntico” de Nietzsche o a una magnitud que no es homogénea ni independiente
como pronosticó Einstein. Da igual cómo sea. El capitalismo es consecuencia de
nuestro instinto o naturaleza. Ineludible. Incalculable, como los límites de la
creatividad y la destrucción que llevamos dentro.
Sin embargo, todo a una vez,
somos capaces también de pensar en la máquina y en nuestra alma desnuda. Somos
hacedores en la voluntad unidireccional hacia la autodestrucción y somos
conscientes del “no somos nada” del mea culpa cristiano. ¿Somos dioses
obsoletos y asqueados de nosotros mismos, llenos de soberbia y autocompasión?”
Pensó que
sólo elucubraba y decidió descansar en la siguiente área de servicio. A 190
km/h el motor del vehículo se te mete en el corazón, escribió en su blog de
notas una vez ya en la barra de la cafetería. Miraba las blancas y largas
piernas de la camarera y recordó cuando él era mucho más joven, mucho más ¿deductivo? con las
cuestiones sexuales. Como había previsto esa noche durmió en casa, con su
familia. Comprobó que sus hijos continuaban un día más fuertes y sanos. Hizo el
amor con su mujer. La amó. La apretó fuerte. Después no pudo conciliar el sueño
y decidió reanudar su trabajo para la conferencia “Arte y capitalismo”. Hacía
mucho calor. Demasiada felicidad para escribir sobre el alto índice de
suicidios
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