Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.
Convertir al
lince en una momia era otra cuestión. Por entonces, del mismo modo que el
socialismo español comenzó a perder el aura de pía ideología a causa de como decían, y
continúan diciendo, sus demagogos defensores, de “la erosión que sufren quienes
deben mantenerse en el poder”, la
naturaleza mostraba claros síntomas de impotencia frente a la voracidad del ser
humano, al menos eso era lo que casi todos los días se leía en los periódicos y
pasaban por los telediarios. Para muchos, hacerse ecologista o activista, e incluso ser un humilde socio de Greenpeace
implicaba una actitud frívola o un postureo frente a otras corrientes sociales
o filosóficas consideradas más importantes y legitimadas por el esthablesiment macrocultural,
ensimismadas en otros problemas de
índole científico y político. Sin embargo, décadas después quienes miraban con
desprecio a aquella especie de neohippyes terminaron postulándose casi con los
mismos argumentos como los únicos, verdaderos y autorizados azotadores del
capitalismo.
Sentía odio
hacia quienes disparaban o atropellaban a los linces. Las alarmas por la
extinción de estos felinos estaban bien fundadas y con el tiempo intervino la
Unión Europea a lo grande, con un programa con el mayor presupuesto al efecto
que se haya dado nunca para un proyecto Life. Lo denominaron Iberlince. El
proyecto se inició en 1994 como todas las campañas administrativas y políticas
que nacen con vocación de llegar al subconsciente
del ciudadano. Concursos de redacciones y de dibujos en los colegios de
educación primaria, además de una generosa distribución de posters y pegatinas,
autobuses con exposiciones itinerantes
que recorrieron durante varios años las zonas linceras más afectadas, e
información para esa extraña figura llena de y lacerantes aristas que es el cazador con
licencia y permiso de armas. El punto culminante del Life se alcanzó en 2002 cuando se estimaron que sólo existían en el
mundo doscientos ejemplares de Lynx pardinus. Presupuestaron casi diez millones
de euros entre todos los gobiernos y la
colaboración de la mismísima Federación andaluza de caza. Todo aquello de la
extinción se intuía cuando Antonio y el resto del grupo salían de ruta los fines
de semana. Sin embargo, a pesar de que en 1986 la IUCN declaró al lince ibérico
especie protegida, en la década de los
ochenta matar a un lince estaba considerado para muchos como una proeza de
sutiles habilidades esotéricas. Tal vez el color pardo que permite al animal camuflarse en la flora
mediterránea sea un hecho simbólico que significara exclusividad para los
individuos que lograban matarlo, para miembros de una sociedad enferma por el
analfabetismo y sus complejos de inferioridad por pertenecer a una uniformidad
cultural de la que sobre todo sacaban provecho los bancos y los nuevos
políticos. Imaginó al depredador como parte de las provisiones de la familia de
Antonio, dentro del refrigerador, en el interior de una bolsa de plástico,
junto los restos de comida, de algún
yogurt y la verdura. Según Antonio no sería difícil recomponer la piel para
embalsamarlo de cuerpo entero. Lo habían matado con un rifle de caza mayor, con
un tiro limpio en el pecho, con una escopeta de cartuchos el lince habría
terminado con la piel como una malla. Después de todo todavía quedaba entre
aquellas bestias con forma de hombre que se adentraban en el coto cierto gusto
por una estética fiel a la realidad. Pensó en el prototipo del cazador obeso y
sedentario en sus costumbres diarias, escondido tras un enorme arbusto de
retama esperando su oportunidad de ver aparecer un ejemplar macho de esta
especie nómada y de vida predominantemente crepuscular. Pensó que de la misma
manera que le sucede a este animal, el individuo se hacía persona, o sujeto
identificado en una comunidad, como consecuencia de la fatal percepción consciente
de la omisa soledad. Desde niños creemos en un viaje feliz en el tiempo que nos
une en la fraternidad. Es como si existiese un momento de partida en el que
nosotros, la familia, los amigos y la sociedad de telón de fondo, nos evaporásemos
para impregnar el paisaje con la sustancia base de la convivencia, con los
flujos mezclados de los que creemos que son nuestros inmortales cuerpos.
Comenzamos tal viaje ilusionados y llenos de confianza pero nos damos cuenta
que en muy poco tiempo asuntos como, la muerte, todas sus causas asociadas y
las imposiciones de responsabilidades y la disciplina nos hacen zozobrar como si se tratase de vientos extraños y repentinos. De cada uno
dependen las veces que reiniciemos el viaje y las energías que malgastemos en
nuestros inútiles esfuerzos. De nada nos sirve la prueba fehaciente de la
desidia de quienes han abandonado sin remedio la infancia y a los que
observamos y adjetivamos un día como si fuesen muertos vivientes. Rechazamos
cuando aún nos reconocemos puros como una enfermedad contagiosa ese exasperante
convencionalismo en las vidas ordinarias y predeterminadas de quienes se han
establecido ya en la edad adulta. Vemos con repugnancia la obscena connivencia
de esos muertos en vida con los atávicos poderes establecidos, o que además
creemos instaurados en base a dogmas sagrados e incluso a nobles ideales y, sin
embargo, a pesar de la firme determinación de intransigencia ante la injusticia
observada, a pesar de los argumentos fundados por el sufrimiento de los más
débiles gracias a los cuales ha quedado más que probado que dichos poderes
pueden dilatarse inexorablemente en el devenir de todas las generaciones, el
ejercito de muertos en vida es cada día que pasa más poderoso y numeroso.
Siente como si fuera a acabarse el paisaje y todo se tornara oscuridad que es
uno más de esos cadáveres vivientes incapaces de renunciar a la zona de confort
ante el siempre, a pesar de ser seres al otro lado de la vida, crítico viaje
eterno.
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