Fragmento de mi novela postuma, ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península en septiembre de 2966.
En la cima de
la pequeña pendiente el carril hacía un brusco giro a la derecha para evitar
una de las innumerables casas y portales de aperos desperdigados por los campos del secano. La
entrada principal estaba abierta y desde allí se podía observar al fondo del
patio, del área como inevitable copia de
la villa romana, en una estancia con una chimenea encendida, una cabeza de ciervo con su correspondiente cornamenta
colgada del pecho del hogar.
Se acordó de
su amigo Antonio el taxidermista. Hacía décadas que no le veía. Sabía que había
terminado en una sección especial de la Guardia Civil. Había logrado ingresar
en el cuerpo y al poco se hizo buzo en el mismo, pero ahora se encontraba en
algo parecido a misiones internacionales
de paz o como observador internacional de la ONU. En realidad no lo sabía y
tampoco le importaba demasiado. Le veía a todas horas en el Facebook colgando
fotografías lo mismo de bellos rincones urbanos que de parajes inhóspitos de
todo el mundo. Cuando más jóvenes se veían los fines de semana para salir de
ruta; así era como llamaban hacía ya más de treinta años al acto exploratorio y
reconfortante para el ánimo de la adolescencia que acababan de abandonar, de
visitar espantosas y tercermundistas discotecas en la madrugada tranquila e
intrascendente para la historia de la humanidad de los pequeños pueblos de la
campiña. En aquel tiempo aún no existían en los cruces de carreteras los
controles de alcoholemia, aunque tampoco se había inaugurado oficialmente la
cultura del botellón. Los cubatas, bebida casi única en la noche profunda de
los nostálgicos de una dictadura militar o de una noche tibia para aquellos
jóvenes que miraban al futuro con rictus de descarada desvergüenza, según se
mire, teniendo en cuenta los precios
actuales y el poder adquisitivo de quienes a pesar de la incipiente y aún
frágil estabilidad económica de sus familias se autodenominaban a sí mismos por
entonces clase media, aquellos tubos fríos colmados de la bebida negra
americana, no eran demasiado caros. Así
que el peligro por embriaguez al volante
en la ruta era mucho mayor que en la actualidad. No existían los botellones ni
tampoco tantos polígonos para ubicarlos pero si había un sinfín de curvas
mortales y carreteras secundarias sin arcén que parecían taladradas por un dios
enemigo de los coches.
En una de
aquellas rutas, durante el obligatorio trámite del ojeo para un hipotético
morreo, que casi siempre tocaba con la más fea de turno, Antonio me advirtió
que no regresaríamos a casa demasiado tarde. Debía empezar a trabajar a la mañana siguiente con un lince que estaba
estorbando demasiado en el refrigerador. Su madre le había amenazado con
tirarlo a la basura si no lo desalojaba cuanto antes. No comprendió en el
momento qué debía hacer con el animal y menos si se hallaba en el interior de
un electrodoméstico. El amigo le explicó que” la historia” se la había mostrado
y enseñado su abuelo, -en el lenguaje coloquial del grupo en cuestión el
concepto de “historia” hacía referencia no solo a la fenomenología del tiempo
sobre las cosas, además tenía una íntima relación con la afección y por
supuesto con la alteración de la vida personal de cada uno-. Después de la guerra civil había que hacer de
todo para ganarse la vida, y era costumbre que las clases más pudientes legaran
a la posteridad sus caprichosos atributos de jueces de la creación. Para esto
existían funcionarios a sueldo que daban
precisamente forma a dicha justicia. La diferencia entre el abuelo y
Antonio era que a éste le llevaban los cadáveres a su casa, le pedían por favor
que le hicieran el trabajo y algunos clientes incluso le pagaban por
adelantado; el abuelo debía ir a la cacería, llevarse los cuerpos a su casa y
la mayoría de las veces le pagaban en especie con algunas piezas del mismo
género que debía inmortalizar.
Le extrañó tanto aquella ocupación desconocida
del amigo que no pudo disimular ipso facto su repugnancia ante la carne muerta
y su rechazo al gusto por un trofeo que
parecía ante todo ilustrar la ontología del mal y del terror que todos los
seres animados arrastramos desde el día hasta la noche y viceversa. Las
connotaciones ilegales y furtivas no le parecieron tan reparables como la
naturaleza violenta y el oficio indigno de la taxidermia para ganarse la vida
tal como lo entendió en aquel instante. Con los años aprendió que el arte tiene
un valor y status quo siempre
indiferente frente al mundo de los sentimientos y las emociones.
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