jueves, 1 de febrero de 2018

TAXIDERMIA











Fragmento de mi novela postuma, ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península en septiembre de 2966.







  En la cima de la pequeña pendiente el carril hacía un brusco giro a la derecha para evitar una de las innumerables casas y portales de aperos  desperdigados por los campos del secano. La entrada principal estaba abierta y desde allí se podía observar al fondo del patio,  del área como inevitable copia de la villa romana, en una estancia con una chimenea encendida,  una cabeza de ciervo con su correspondiente cornamenta colgada del pecho del hogar.
  Se acordó de su amigo Antonio el taxidermista. Hacía décadas que no le veía. Sabía que había terminado en una sección especial de la Guardia Civil. Había logrado ingresar en el cuerpo y al poco se hizo buzo en el mismo, pero ahora se encontraba en algo parecido a  misiones internacionales de paz o como observador internacional de la ONU. En realidad no lo sabía y tampoco le importaba demasiado. Le veía a todas horas en el Facebook colgando fotografías lo mismo de bellos rincones urbanos que de parajes inhóspitos de todo el mundo. Cuando más jóvenes se veían los fines de semana para salir de ruta; así era como llamaban hacía ya más de treinta años al acto exploratorio y reconfortante para el ánimo de la adolescencia que acababan de abandonar, de visitar espantosas y tercermundistas discotecas en la madrugada tranquila e intrascendente para la historia de la humanidad de los pequeños pueblos de la campiña. En aquel tiempo aún no existían en los cruces de carreteras los controles de alcoholemia, aunque tampoco se había inaugurado oficialmente la cultura del botellón. Los cubatas, bebida casi única en la noche profunda de los nostálgicos de una dictadura militar o de una noche tibia para aquellos jóvenes que miraban al futuro con rictus de descarada desvergüenza, según se mire, teniendo en cuenta  los precios actuales y el poder adquisitivo de quienes a pesar de la incipiente y aún frágil estabilidad económica de sus familias se autodenominaban a sí mismos por entonces clase media, aquellos tubos fríos colmados de la bebida negra americana,  no eran demasiado caros. Así que el peligro  por embriaguez al volante en la ruta era mucho mayor que en la actualidad. No existían los botellones ni tampoco tantos polígonos para ubicarlos pero si había un sinfín de curvas mortales y carreteras secundarias sin arcén que parecían taladradas por un dios enemigo de los coches. 
  En una de aquellas rutas, durante el obligatorio trámite del ojeo para un hipotético morreo, que casi siempre tocaba con la más fea de turno, Antonio me advirtió que no  regresaríamos  a casa  demasiado tarde. Debía empezar a trabajar  a la mañana siguiente con un lince que estaba estorbando demasiado en el refrigerador. Su madre le había amenazado con tirarlo a la basura si no lo desalojaba cuanto antes. No comprendió en el momento qué debía hacer con el animal y menos si se hallaba en el interior de un electrodoméstico. El amigo le explicó que” la historia” se la había mostrado y enseñado su abuelo, -en el lenguaje coloquial del grupo en cuestión el concepto de “historia” hacía referencia no solo a la fenomenología del tiempo sobre las cosas, además tenía una íntima relación con la afección y por supuesto con la alteración de la vida personal de cada uno-.   Después de la guerra civil había que hacer de todo para ganarse la vida, y era costumbre que las clases más pudientes legaran a la posteridad sus caprichosos atributos de jueces de la creación. Para esto existían funcionarios a sueldo que daban  precisamente forma a dicha justicia. La diferencia entre el abuelo y Antonio era que a éste le llevaban los cadáveres a su casa, le pedían por favor que le hicieran el trabajo y algunos clientes incluso le pagaban por adelantado; el abuelo debía ir a la cacería, llevarse los cuerpos a su casa y la mayoría de las veces le pagaban en especie con algunas piezas del mismo género que debía inmortalizar.
   Le extrañó tanto aquella ocupación desconocida del amigo que no pudo disimular ipso facto su repugnancia ante la carne muerta y su rechazo al gusto por un  trofeo que parecía ante todo ilustrar la ontología del mal y del terror que todos los seres animados arrastramos desde el día hasta la noche y viceversa. Las connotaciones ilegales y furtivas no le parecieron tan reparables como la naturaleza violenta y el oficio indigno de la taxidermia para ganarse la vida tal como lo entendió en aquel instante. Con los años aprendió que el arte tiene un valor y  status quo siempre indiferente frente al mundo de los sentimientos y las emociones.



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