Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.
Tras dormir la breve siesta de costumbre se dirigió a
la cocina y mientras tomaba un café con hielo observó con atención cómo a sus
pies miles de hormigas minúsculas devoraban una cucaracha muerta. Consideró que en menos
de una hora no quedaría ni rastro de la carroña y asumió con impotencia que aquellos insectos
serían mucho más eficaces con la ocultación del cuerpo que él con la
desaparición del cadáver. “Fue un accidente que le pudo suceder a cualquiera.
No pude evitarlo, fue fortuito e inesperado”; se repitió una vez más.
Después
salió a pasear y se dirigió al oeste, hacia un extremo del pueblo. Eligió aquella
dirección para evitar encontrarse con alguna persona con la que tener que
entablar conversación por breve que fuera e incluso tener que intercambiar
algún saludo. “Tal vez el carácter
afable que los demás aseguran que poseo sea una máscara que oculta con celo,
como si se tratase un arma secreta, mi verdadera naturaleza. La de un
miserable, misántropo e hipócrita”, se dijo con la sensación de tener “el
corazón aún dormido”, -extraña figura retórica que recordaba porque la utiliza
su madre desde que él era un niño-. Hizo un gran esfuerzo para intentar
identificar los rostros que se le habían aparecido durante la pesadilla que
había sufrido minutos antes. Tuvo la certeza de que si conservaba un buen rato
el corazón dormido podría descubrir quiénes eran aquellos hombres y aquellas
mujeres que le perseguían y querían matarle durante el sueño.
Faltaban al
menos dos horas para que desapareciese
la luz del día cuando llegó al final de una calle que se ensanchaba como un río
en su desembocadura. Al final de las construcciones, aparecían en los márgenes
dos urbanizaciones de lujo deshabitadas, -o que nunca fueron habitadas-, a
causa de la última o penúltima crisis, ya no lo recordaba. Dos mastines
guardianes de la de la izquierda se acercaron furiosos a la alambrada y
mostraron sus fauces. Los miró fijamente y frunció el ceño con un gesto de
desagrado. Su desacuerdo con los ladridos y gruñidos enervó su ánimo y decidió
que haría una larga caminata hacia la puesta de sol.
Tomó el
camino de grava que abandonaba al pueblo apretando un poco el paso pero en
menos de un minuto retomó el que llevaba tras la siesta, un paso propio para pasear con
tu mejor amigo, sin prisas, pensó. Puso
cara de conejo y dijo en voz alta “pero tú no tienes amigos, así que ni el
mejor ni el peor”.
Conocía muy
bien el itinerario que había tomado. Era
una de las pocas virtudes que consideraba que tenía. La mayoría podían
considerarlo pusilánime y pretencioso pero nadie mejor que él conocía sus
virtudes y defectos. Sobre todo porque era perfectamente consciente de las
actitudes que producían rechazo en las personas cercanas en su ámbito. Respecto a las actitudes de efecto contrario
ni le preocupaban. Digamos que el bien y la felicidad ajena no eran de su
incumbencia. Nunca le había quitado el
sueño el peso de su reputación, si bien era consciente de que esta se
encontraba en horas bajas. No obstante cumplía con una actividad
muy bien valorada por la sociedad. Iba a caminar a diario por el laberinto de
caminos y veredas que se extienden por los alrededores de la población.
Pensó que a la opinión pública le parece muy
loable que haya gente deambulando durante horas con ropa deportiva, en
permanente contacto con la naturaleza y sin mostrar la más mínima señal de
cansancio. Podía ser un indeseable agente de policía que en más de una ocasión
se había excedido en el uso de la autoridad, pero era consciente que cumplía
con uno de los requisitos indispensables que se le exigen a un individuo que
pretenda una mínima cuota de crédito y respeto, el de la conservación de la
salud como señal de amor a la vida. En
general es importante que la gente se atreva a salir al campo, aunque esta
permita a Google tenerla localizada siempre en la ubicación del terminal móvil
como precaución. Tal atrevimiento, sobre todo
después de cumplir los cuarenta, identifica a los caminantes como a
individuos que aún aman la libertad y la salud. Tal vez, inconscientemente con
el pretexto de prevenir la obesidad y evitar el sedentarismo terminen
advirtiendo que aunque no puedan luchar
contra la barbarie del capitalismo y la esclavitud en todas las formas dadas a causa del inevitable sometimiento de aquel, sí
pueden al menos eludir con el ejercicio físico, durante un paréntesis en el
tiempo la sensación permanente de aturdimiento e impotencia, de estar vigilado
por los ojos de un monstruo que siempre está y que, sin embargo, solo vemos en
la mirada de espanto y desesperación de sus víctimas.
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