jueves, 10 de mayo de 2018

SALIR AL CAMPO







Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.








Tras dormir la breve siesta de costumbre se dirigió a la cocina y mientras tomaba un café con hielo observó con atención cómo a sus pies miles de hormigas minúsculas devoraban  una cucaracha muerta. Consideró que en menos de una hora no quedaría ni rastro de la carroña  y asumió con impotencia que aquellos insectos serían mucho más eficaces con la ocultación del cuerpo que él con la desaparición del cadáver. “Fue un accidente que le pudo suceder a cualquiera. No pude evitarlo, fue fortuito e inesperado”; se repitió una vez más.
   Después salió a pasear y se dirigió al oeste, hacia  un extremo del pueblo. Eligió aquella dirección para evitar encontrarse con alguna persona con la que tener que entablar conversación por breve que fuera e incluso tener que intercambiar algún saludo.  “Tal vez el carácter afable que los demás aseguran que poseo sea una máscara que oculta con celo, como si se tratase un arma secreta, mi verdadera naturaleza. La de un miserable, misántropo e hipócrita”, se dijo con la sensación de tener “el corazón aún dormido”, -extraña figura retórica que recordaba porque la utiliza su madre desde que él era un niño-. Hizo un gran esfuerzo para intentar identificar los rostros que se le habían aparecido durante la pesadilla que había sufrido minutos antes. Tuvo la certeza de que si conservaba un buen rato el corazón dormido podría descubrir quiénes eran aquellos hombres y aquellas mujeres que le perseguían y querían matarle durante el sueño.  
   Faltaban al menos  dos horas para que desapareciese la luz del día cuando llegó al final de una calle que se ensanchaba como un río en su desembocadura. Al final de las construcciones, aparecían en los márgenes dos urbanizaciones de lujo deshabitadas, -o que nunca fueron habitadas-, a causa de la última o penúltima crisis, ya no lo recordaba. Dos mastines guardianes de la de la izquierda se acercaron furiosos a la alambrada y mostraron sus fauces. Los miró fijamente y frunció el ceño con un gesto de desagrado. Su desacuerdo con los ladridos y gruñidos enervó su ánimo y decidió que haría una larga caminata hacia la puesta de sol.
   Tomó el camino de grava que abandonaba al pueblo apretando un poco el paso pero en menos de un minuto retomó el que llevaba  tras la siesta, un paso propio para pasear con tu mejor amigo, sin prisas,  pensó. Puso cara de conejo y dijo en voz alta “pero tú no tienes amigos, así que ni el mejor ni el peor”.
   Conocía muy bien el itinerario que  había tomado. Era una de las pocas virtudes que consideraba que tenía. La mayoría podían considerarlo pusilánime y pretencioso pero nadie mejor que él conocía sus virtudes y defectos. Sobre todo porque era perfectamente consciente de las actitudes que producían rechazo en las personas cercanas en su ámbito.  Respecto a las actitudes de efecto contrario ni le preocupaban. Digamos que el bien y la felicidad ajena no eran de su incumbencia.  Nunca le había quitado el sueño el peso de su reputación, si bien era consciente de que esta se encontraba en  horas  bajas. No obstante cumplía con una actividad muy bien valorada por la sociedad. Iba a caminar a diario por el laberinto de caminos y veredas que se extienden por los alrededores de la población.
    Pensó que a la opinión pública le parece muy loable que haya gente deambulando durante horas con ropa deportiva, en permanente contacto con la naturaleza y sin mostrar la más mínima señal de cansancio. Podía ser un indeseable agente de policía que en más de una ocasión se había excedido en el uso de la autoridad, pero era consciente que cumplía con uno de los requisitos indispensables que se le exigen a un individuo que pretenda una mínima cuota de crédito y respeto, el de la conservación de la salud como señal de amor a la vida.  En general es importante que la gente se atreva a salir al campo, aunque esta permita a Google tenerla localizada siempre en la ubicación del terminal móvil como precaución. Tal atrevimiento, sobre todo  después de cumplir los cuarenta, identifica a los caminantes como a individuos que aún aman la libertad y la salud. Tal vez, inconscientemente con el pretexto de prevenir la obesidad y evitar el sedentarismo terminen advirtiendo  que aunque no puedan luchar contra la barbarie del capitalismo y la esclavitud  en todas las formas dadas a causa  del inevitable sometimiento de aquel, sí pueden al menos eludir con el ejercicio físico, durante un paréntesis en el tiempo la sensación permanente de aturdimiento e impotencia, de estar vigilado por los ojos de un monstruo que siempre está y que, sin embargo, solo vemos en la mirada de espanto y desesperación de sus víctimas.


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