miércoles, 21 de marzo de 2018

ESTÚPIDOS LAGOMORFOS












Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.










Beltrán y Delibes, 1994, aseguraban en el estudio que el lince ibérico es eminentemente crepuscular y nocturno.  Para el animal la luz del día  en invierno y la de una noche de luna llena en verano son especulativas, pero ante todo absolutas. Ambas son templadas y suficientemente luminosas. Es decir, lo más parecido que puede ofrecernos la madre naturaleza a una luz artificial. Quienquiera que se adentre en el parque y su entorno para ver al felino debe hacerlo en esas condiciones atmosféricas. Claro que quien quiera encontrar conejos debe hacerlo en las mismas circunstancias. Un día lluvioso, una noche de luna nueva o un mediodía de verano son el peor marco para que el Lynux pardinus salga a buscar Oryctolagus cuniculus, su principal sustento. Los conejos son muy sensibles a la presencia de los hombres. Él suele verlos como cyclist  a lo largo de la vía recreativa, a lo sumo a media distancia, nunca más cerca, cuando los tiene demasiado cerca es o bien porque el animal cree que se ha camuflado lo suficientemente bien entre la jara y el cantueso, porque se trata de un ejemplar enfermo, o porque es un desternillante gazapo capaz de subirse al manillar de su bicicleta. Las condiciones en las que  encuentra  al lagomorfo son las mismas que para el lince. Luz que apenas calienta y que la mayor parte del tiempo la acompaña los molestísimos vientos de levante o poniente pero que ilumina  con la suficiente intensidad para un animal vea y cace al otro en un sueño, con el menor sufrimiento y empleo de energías. Con esta fuerza ultravioleta les gusta caminar a los cazadores por los terrones de las tierras de secano recién labradas. Buscan conejos en lugares en los que hace décadas se movían a sus anchas miles de ejemplares de Lynux pardinus. Cuando acechaban incluso en la estrecha línea recreativa en la que él se encuentra  con las presas, y que ahora valora como reliquias de un pasado que vomita a duras penas en una tierra anacrónica cazadores condenados a hallar estas mismas. Puede que algún cazador piense que en el caso de recuperar el índice demográfico de lagomorfos se regenere la especie de felinos. En la dispersión del lince adulto perecen la mitad de los ejemplares (Ferreras et al., 2004). Los datos hacen referencia al parque y su entorno, pero las áreas de asentamiento son como mínimo de entre diez y veintiún kilómetros, dependiendo por supuesto de la abundancia del sustento principal. En los casos que la dispersión ofrece tierras ricas en alimento más de un adulto pueden compartir dichas áreas. Se trata de situaciones excepcionales dadas las condiciones, si no tenemos en cuenta las fases de apareamiento, de inaccesibilidad que muestran estos animales. En alguna ocasión un ejemplar ha recorrido miles de kilómetros en círculos, atravesando autopistas y amplísimas zonas urbanas tratando de encontrar su área de asentamiento. Este último lugar también pueden ser heredados por los ejemplares hembras de sus madres. El macho tras la dispersión, según los estudios realizados en el Parque (Ferreras et al., 1997 y Palomares et al., 2001) defienden un territorio exclusivo de entre tres y cuatro kilómetros cuadrados,  se sitúan en el centro del área de campeo y lo defiende intensamente de otros machos.  Si quería ver a Gloria no le quedaba otra opción que ir hasta el pueblo que tenía en su escudo la cabeza de lince. Muchas veces fue hasta allí en vano. Hacía autoestop o cogía buses que le ocupaban entre la ida y la vuelta más de media jornada, y cuando llegaba y llamaba desde una de las tres cabinas de teléfono que había en la localidad era ya tan tarde que alguna vez al otro lado del hilo solo se oían tonos de voz masculinos.  Por entonces ya tenía el carnet de conducir pero se hacía de vehículos que apenas le aguantaban una semana sin que se averiaran. Los padres de Gloria eran mayores y estaban enfermos. No querían problemas con la menor de sus hijas. Se sentían débiles y también ignorantes para mantener una educación estrecha y constructiva con una hija adolescente. Mantenían con ella un horario y costumbres inflexibles. Sus cinco hermanos, algunos ya casados y con hijos, colaboraban en la vigilancia de sus movimientos. Cuando murió el padre uno de ellos fue a buscarla al local en el que habitualmente se citaban. “¿Este sabe que tu padre estaba muy enfermo?”, le preguntó a Gloria tras sorprenderla de espaldas a la puerta del local. “Nos tenemos que ir. Tu madre te espera”. Ella giró bruscamente sobre sí mismo, tomó carrera y tropezó contra un taburete junto a las mesas de la terraza desplazándolo hasta el adoquinado de la calle. Sabía por qué motivo habían ido a buscarla y se asustó mucho, y además no soportaba que le vieran con él y tener que dar explicaciones. Gloria no entendía que su familia no aceptara que se citara con un chaval completamente desconocido. Era demasiado joven para entender que el alimento favorito de los prejuicios es la incómoda ignorancia. El hermano de Gloria contestó con monosílabos a preguntas que le hicieron desde todos los puntos del bar.



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