jueves, 1 de marzo de 2018

CUANDO COMPRARON DEMOCRACÍA









Fragmento de mi novela postuma ZOOS, publicada por la editorial ME ESTÁIS JODIENDO VIVO, Huelva, 2100, y hallada en una capsula del tiempo enterrada en la playa más concurrida del sur de la península ibérica en septiembre de 2966.




  Recordó que tras la aprobación del proyecto Life estudió con detalle el seguimiento del comportamiento del Lynx Pardinus. No tenía obligación de hacerlo, simplemente su mirada tropezó en la red con un informe mientras buscaba estadísticas sobre la caza furtiva en el entorno del parque natural.  Pero el juego cruel  de la memoria le llevó de nuevo a aquellos años y sintió que la juventud era una especie de castigo. Por entonces, cuando salía de ruta las madrugadas de los fines de semana que, en el mismo tiempo adquirieron de repente la oficialidad del Carpe Díem del mismo modo que el inquilino tiene el derecho de tanteo y retracto sobre el suelo que pisa, conoció a Gloria. Ella tenía dieciséis años y el diecinueve. Todo un reto en el ring del sexo en el que los contrincantes son en el espectáculo a la misma vez actores y espectadores. Él se hallaba respecto a la vida sexual en la fase en la que el pudor acaba de perder el máximo de intensidad, en la que para desgracia del individuo se pierden en un extraño espacio los ecos de la infancia, en el momento en el que la vista comienza a ganarle la batalla al tacto. El país estaba asimilando a duras penas la realidad de una libertad pródiga. A la mayoría de los ciudadanos les importaba muy poco el prodigioso descenso gradual de las prohibiciones. Al fin y al cabo las privaciones siempre las han padecido los humildes, se dijo. Todo aquel que haya poseído o tenga suficiente dinero ha disfrutado de la libertad como le ha parecido. Es decir, se ha hecho de un uniforme a su medida de la libertad. Para aquella gente la voluntad de tener futuro se llamaba democracia. Se contuvo el ímpetu, la inercia irrefrenable como consecuencia de los primeros modelos pedagógicos de consumo de una población sedienta de dinero, para ser libre con el estratificado significado de “democracia”. Este sistema de gobierno es prescindible y por supuesto inadecuado para quienes disfruten del poder que otorga el dinero. Sería una frivolidad perder el tiempo en buscar las raices más profundas de los árboles más grandes y bien formados que roban la sustancia de la tierra a los más pequeños y malformados que no se enderezarían ni con un dios que los bendijera con alcorques. No es necesario pensar demasiado para llegar a la conclusión de que la democracia es “el poder de un pueblo fiduciario de vicios e injusticias”, “poder y legitimidad del pueblo para legar a su descendencia podredumbre y miseria”. También sería una frivolidad pensar en la naturaleza de las democracias nacidas en el seno del capitalismo, pensar en por qué demonios al pueblo de la democracia se le trata como propiedad productiva y privada.        Sin embargo,  los otros, los verdaderos receptores  asumieron la democracia con la perplejidad que produce la alegría de recibir un premio innoto, velado por la inquebrantable e insobornable pobreza. Cuando todo el mundo se sumió en este trauma, en medio de la tormenta de información que muchos aprovecharon para amenazar a millones de votantes con perder lo poco que tenían, se administró por el orden económico establecido, en fuertes dosis y con urgencia sustancias democratizantes  para contentar a todos los agentes sociales que recibirían el premio. Así se democratizó el sexo, el deporte, el arte y hasta la religión. Se democratizó el amor y el odio, la ropa y las buenas y las malas costumbres. Todo menos la propia democracia. Se pregonó tan alto la democracia que el ruido que produjo fue interpretado como un efecto que debía ser sufrido por todos para el bien común, y las causas de tal contaminación sonora no eran otras que insonorizar los silbidos de las estilográficas con las firmas que acordaban cambiar los collares pero nunca a los perros.
   Gloría tenía la piel muy blanca y los ojos azules. Ahora la recordaba se dio cuenta de que  tenía todo el aspecto de pertenecer a una línea de ascendencia de colonos de sangre alemana que se asentaron en la región a mediados del siglo XVII. Le complació la posibilidad de haber vivido aquella incongruente historia de amor con una adolescente de orígenes teutones. Gloría era casi tan alta como él. Medía casi un metro ochenta centímetros. No era dueña de curvas prodigiosas pero el día que la conoció se fijó en la prominencia de sus extraordinarios pechos, no excesivamente grandes pero redondos, muy juntos y duros, dos turgencias nacidas para pensarlas, desearlas y volver a pensarlas. Sintió que debajo del chemilacó rojo y ceñido se ocultaban dos senos de mármol caliente. Igual que una Venus de Capua parece observar su cuerpo en el escudo de Ares, Gloria se miraba en el espejo del aseo de mujeres en aquella discoteca de la localidad que mostraba en su escudo la cabeza de un Lynx pardinus. El local no tenía mucho éxito y no había mucha concurrencia. La puerta estaba entornada y él se detuvo a mirarla. Ella se examinaba en el espejo con una mano a la altura de los hombros y la otra en la cintura. Después tiraba hacia abajo con las dos manos el largo delantero del chemilacó y se miraba de nuevo repitiendo el gesto de la famosa estatua. De este modo estuvo durante varios minutos. El mismo tiempo que él empleó en tratar de satisfacer la necesidad de llenar el vacío que horadaba Gloria  en su interior. Un tobogán de curiosidades al principio que condujo a un abismo de obsesiones y violencia al final.

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