martes, 3 de mayo de 2022

EL APOCALIPSIS DE LA GENTE

Cuando escucho y leo el tono y el sesgo apocalíptico que se alcanza en diferentes foros, incluso en comentarios que hacen algunas personas con las que me tropiezo a diario sobre la guerra de Ucrania, me asalta, como una medida defensiva que supongo que mi instinto utiliza para que la realidad que narran los medios de información no afecten aún más a mi ya de por si percepción pesimista del mundo, el recuerdo de la lectura frenética en el verano de 2012 de la novela La carretera, de C. McCarthy. Imagino que este terapéutico o, cuando menos, atenuante mecanismo de huida, que nos aporta el soporte de la literatura, a pesar de ser en este caso no menos apocalíptico, u otro parecido con paralelismos que sirvan para aurificar la realidad deben ser aplicaciones de carácter colectivo que nos protegen de la insoportable sensación de negación del universo sin nosotros mismos, y que todos o casi todos traemos de serie para evitar decisiones mucho más trágicas que las que vienen dadas por voluntades ajenas. Aquél año pasábamos nuestro mes de julio de vacaciones, nuestro tiempo de oficio para intentar hallar otro año más el paraíso en la playa. Un lugar para la felicidad que sientes exclusivo y categórico para ti, y que, sin embargo, supongo que por cuestiones mercantiles, lo buscas inconscientemente en el imaginario colectivo. En la primavera del mismo año tuvimos suerte y encontramos casi en el mismo rompeolas un chalet magnífico para alquilar por un precio más o menos razonable. Teníamos sobrados argumentos para prometérnosla felices y así fue sin ningún lugar a dudas. Ahora, con la pausa exenta de emociones que te da la distancia de una década, me doy cuenta de la paradoja de la experiencia. El gran mercado del ocio en el que te ofrecían con la lectura de una novela basada en las circunstancias tras una guerra química o bacteriológica, la posibilidad implícita de oler a carne humana podrida, o desde los servicios informativos de los mass media del momento el seguimiento pormenorizado del número de desahucios y suicidios como consecuencia de los efectos económicos de la crisis de las subprime, era (continúa siéndolo evidentemente con las emociones sin pausas las propias del presente que te niegan una percepción objetiva, en este sentido el mundo continúa por la misma senda) una realidad abierta a un equilibrio entre el cielo y el infierno. Entiendo que en la vida, por cuestiones de linaje y circunstancias económicas difíciles de prever, al final casi todo es cuestión de suerte. Nosotros la teníamos de nuestro lado. Hasta dicho momento, en medio de la partida de la crisis económica que nos había tocado jugar, la vida, con sus placeres más o menos aburguesados, nos sonreía, al menos en lo tocante a nuestra regular y periódica parte del botín de la que éramos depositarios y valedores para garantizar el funcionamiento del Estado de Bienestar y su ensayo con el capitalismo salvaje. Éramos intocables e inalcanzables tras la enésima batalla ganada por los poderosos, al menos temporalmente como tesoros escondidos, contra los hipotéticos saqueos de sus mercenarios políticos en la primera línea de fuego. Me remonto aún más en el tiempo con la intención de comprender aquél espacio único e irrepetible de la playa en 2012, aquella mónada que pudiera explicarse a sí misma, y recuerdo otro nuevo callejón sin salida en la realidad, otro de hace más de treinta años. En mis tiempos muertos de estudiante (tal vez no estuviesen sin vida, sino que yo me encargaba de robárselos a la bestia de la “evaluación continua” la parte que me correspondía en compensación a la condición de víctima exclusiva de su propiedad) hice acopio, como si se tratase de un presagio para una vida en la que los libros serían las armas contra las estúpidas modas que jamás cesan, de un buen lote de libros de bolsillo casi a precio de saldo. Sabía perfectamente cuando los compraba que tardaría en leerlos, y puede que alguno ni eso. Pero en el momento la ganga que suponían y sus títulos tan lejos del contexto social en el que me encontraba en los años ochenta, tenían el mismo sentido de identidad que poseen las viejas fotografías de familia que vas acumulando en un cajón para una visión pretérita. Aquellos libros de ensayo de la ya por entonces vieja política, de la sociología que todavía no descartaba la viabilidad de un marxismo trascendente y ese tipo de cosas, los he conservado durante dicho tiempo en un rincón de mi librería, y parece que ahora, a lomos del caballo apocalíptico que narra la amenaza de una tercera guerra mundial, les ha llegado su hora. Estos libros son como un hálito de la guerra fría (que con los acontecimientos entre Rusia y Ucrania comprobamos que evidentemente no había acabado) que los muertos de la guerra caliente del ahora me envían a través de las páginas amarillentas del olvido. Uno de estos libros, uno de Cesare Cases en concreto, crítico literario y filósofo político italiano, marca tras su portada 200 pts (parece que estaba muy claro que la sección de libros de El Corte Inglés se había propuesto deshacerse de todos aquellos libros. Podías comprar uno si renunciabas a un par de cafés). En la página 66 de su trabajo “Vicisitudes y problemas de la cultura en la República Democrática Alemana” habla sobre un tal Karl Jaspers, psiquiatra y filósofo alemán que fue referente en la reconstrucción alemana tras la Segunda Guerra mundial y en plena amenaza del telón de acero de la extinta Unión Soviética. Cases alerta sobre la desorientación ideológica de las masas que se abandonan en al más obtuso de los americanismos, a la oscilación entre la satisfacción en el bienestar y el miedo cósmico. Denuncia que figuras como Jasper son capaces de emplear todas sus energías para escribir un libro enorme para demostrar que quizá sea mejor arriesgarse a destruir la humanidad antes que renunciar a defender con la bomba atómica las conquistas de Occidente. Es decir que, cómo se suele decir, parece que las armas las carga el diablo, pero también podría ser cierto que gracias a nuestra capacidad como especie de otorgarle nuestra propia maldición al personaje, éste nos hace un guiño y utiliza la amenaza de la destrucción nuclear y por tanto la aniquilación de la humanidad como medida preventiva para salvarnos de nosotros mismos. Cuando busqué en la red la trayectoria de Karl Jasper encuentro que la Wikipedia cuenta que al final de su vida, en 1967, se nacionalizó en Suiza y vivió sus últimos en este país como consecuencia de la mala acogida que tuvo la publicación en la República Federal de Alemanía su libro “El futuro de Alemania”, en el que cuestionó la transparencia democrática de las élites oligárquicas de los grandes partidos políticos de entonces. Todo un ejemplo de independencia y compromiso político a ojos sólo, claro está, de quienes se consideren por encima del bien y del mal y, por supuesto, no tengan una descendencia sin aspiraciones tecnocráticas. Este podría ser quizá el caso del propio Jasper. Es una evidencia que con el paisaje de fondo de la Guerra de Ucrania, tanto en la novela de McCarthy como en la suerte de exégesis marxista y estructuralista que ofrece este puñado de libros para una comprensión del inevitable rearme atómico durante la Guerra Fría, encuentras motivos más que suficientes para sospechar que es posible que la vida se base en un auténtico milagro por el que apuesta la diosa Fortuna. Para el caso se me viene a la cabeza el oficial soviético Stanislav Petrov, que el 26 de septiembre de 1983 desacató según el protocolo militar del Kremlin la orden de “Ataque nuclear de represalia”. Aquel día Petrov era el oficial de guardia en el centro de mando del sistema de alerta nuclear de OKO cuando hubo un error del mecanismo y se informó de que se había lanzado un misil desde los Estados Unidos, seguido de cinco más. Petrov consideró que los informes eran una falsa alarma y decidió no acatar su deber como militar. El satélite OKO falló. Cuentan que no funcionó bien a causa de una rara conjunción astronómica entre la Tierra, el Sol y la posición específica del satélite. De hecho, el tremendo descalabro ha pervivido para las crónicas militares con el titular de “El incidente del equinoccio de otoño de 1983”. Stanislav conocía muy bien las peculiaridades del sistema OKO de alerta temprana y sabía que este podía cometer errores. Detectó en un primer momento el lanzamiento de un misil intercontinental desde la Base de la Fuerza Aérea Malmstrom (Montana, EEUU), y que en veinte minutos alcanzaría territorio de la URSS. Pensó que no tenía mucho sentido que los americanos atacasen con un único misil. Incluso siguió pensándolo cuando poco más tarde los ordenadores señalaron que cuatro misiles más habían salido en la misma dirección. Cuando leo el título del accidente histórico tengo la sensación de que la combinación de palabras parece prescrita y elegida tras un exhaustivo estudio técnico, quién sabe si hasta esotérico, para diagnosticar los posibles trastornos que pueden ocasionar las posiciones de los astros a la eficacia informática y al comportamiento humano, desde un centro importante de estudios sociológicos. Sin embargo, creo que pocas veces se da en la historia la posibilidad de intentar dar una versión oficial de un incidente de tal envergadura con un grado de imbecilidad tan grande para la elección de sus argumentos. El fallo del satélite a causa de la conjunción astral resulta igual de creíble que la futura resurrección de Walt Disney tras el bulo extendido de su falsa criogenización por personajes como Salvador Dalí (aunque no deje de ser cierto que todavía hay gente que se trague, por la vía de esos mismos bulos, que también J.F. Kennedy volverá a ver la luz también por el mismo método). Las palabras del propio Stanislav Petrov acerca del porqué tuvo la mayor de las inspiraciones fueron: “La gente no empieza una guerra nuclear con sólo cinco misiles”. No sé si el uso del concepto “gente” se corresponde con una fiel traducción del ruso. Ni siquiera sé si lo dijo en otro idioma. Pero la idea de utilizar en su frase el sujeto “gente” me parece de partida dilucidador. Excepto en un par de instantáneas la mayoría de las fotografías de Stanislav que circulan por internet dan la impresión de no representar a nadie que haya tenido el rango militar de Teniente coronel. Cuando vi por primera vez su aspecto pensé que cuando un mando militar soviético se retiraba nunca podría parecerse en nada a uno occidental del mismo rango. Tal vez llegué a la precipitada conclusión de que de un modo muy diferente a lo que sucedía al otro lado del telón de acero, sus vidas eran como las de cualquier funcionario jubilado y estaban abocadas a la sobriedad y a la negación de la vida pública, y que sus estatus de mandos militares, con todos los honores y responsabilidades asumidas, por muy elevados que fuesen, se perdían en el pasado como el rocío de la mañana. Luego, cuando me enteré que Stanislav, pocos meses después de que le condecorasen de un modo explícito por sus encomiables servicios, fue expulsado sin más del ejército con menos de 50 años de edad, con la excusa de un merecido retiro anticipado pero, evidentemente, con la verdadera intención de que el pueblo soviético no percibiese que por debajo del gobierno de los miembros del politburó existía un individuo mucho más competente e inteligente que todos ellos juntos y al que todo el planeta le debía el futuro, comprendí que el sometimiento a la degradación siempre comporta actitudes inevitables. Cuentan que se “bebia” su pensión de 100 doláres mensuales y que la cuantía de los premios que recibió fuera del territorio de la URSS los utilizó íntegramente para la educación de sus nietos. Todo un personaje que inevitablemente te llena de compasión y ternura. Stanislav aparece en casi todas las imágenes de Google con ropa cómoda. Camisa de franela a cuadros, jerséis deportivos e incluso con pantalones y chaqueta vaquera en lo que parece una visita a EEUU. Parece el tío que te cae bien de la familia y que te recibe en casa tras haber cortado leña para que pases con él un buen fin de semana. Creo que para “La Gente”, ante todo por la frase y las fotos, Stanislov Petrov pasará la historia sobre todo como un tío de puta madre. Un tío que se dedicó a la vida militar pero que hiciera lo que hiciese en la vida habría siempre terminado en la cumbre del ideal que todo el mundo tiene (y que casi nadie conoce) de preocuparte exclusivamente de las cosas por las que merece la pena vivir. Pienso que estas cosas innombrables que se ocultan tras el carácter y la voluntad de individuos como Sviatoslav Petrov son las que nos hacen soñar despierto. Me doy cuenta de que en 2012 los encontré en el texto de La carretera de McCarthy, y de por qué me obsesionaron hasta el punto de perder la noción de lector en la propia escritura. Con la estrategia de principio a fin de estructurar todo el texto en pequeños párrafos, con una prosa directa a las emociones a causa de la extrema necesidad de protección que asume el padre en todo momento de la historia con el hijo, y el uso de un hilo conductor como una especie de mantra psicológico de no perder jamás de vista el asfalto de una carretera que se hace infinita, como significado icónico de comunicación y de experiencia de la exploración de nuestro hábitat en nuestra cultura transmoderna, y que para el padre es señal inequívoca que les conducirá de norte a sur hacia algún reducto de civilización en un mundo salvaje en el que el canibalismo es una opción de supervivencia entre otras muchas, sientes que la historia te aplasta contra el suelo, que te asfixia y que solo podrás respirar si continuas leyendo. Los flashback en forma de pesadilla que padece el padre como persona compleja, sufrida, lúcida pero obstinada y que persiste en sobrevivir a pesar de contemplar el suicidio, sugieren que a pesar de su inocencia en la autoría de un extraño cataclismo mundial, se siente corresponsable por culpa tal vez de sus actitudes pasivas adquiridas en la semi inconsciencia del conformismo y del consumismo. El final de la novela no es más (ni menos) que la activación una vez más del mecanismo que articula nuestra historia como especie. Parece que la opción de vivir que caracteriza al ser humano es hasta tal punto tan determinante que aniquila siempre en el último momento su propio deseo de conocer también la oscuridad y la nada. Nuestros momentos de mayor felicidad en el verano de 2012 tenían lugar durante las puestas del sol en la playa. Éramos dependientes de la geometría de los astros y, sin mayores exigencias que el disfrute del transcurso de las horas, vivíamos en un heliocentrismo tácito, dado por las tradiciones de nuestros antepasados por sus incalculables beneficios para la salud, y recibido con la alegría y la ingenuidad de quienes inconscientemente prefieren renovar la fe en la vida emborrachándose de sus cuatro elementos principales, antes que pensar en ninguna propuesta antropocéntrica de consumo de ocio capitalizable, por muy seductor que fuera. Hace un par de meses que acabé estas lecturas políticas y sociológicas tanto tiempo olvidadas y arrinconadas. Creo que lo principal que me ha quedado de ellas es la sensación de lucha inútil y efímera de una parte de la humanidad contra el tiempo. Algo parecido a la sensación de saldo negativo que daban los libros desordenados y depositados como ladrillos en aquellos grandes cajones de El Corte Ingles. Veo la destrucción y la muerte en Ucrania y es muy posible que la principal conquista de occidente no sea haber puesto un pie en la Luna o haber enviado tecnología a Marte. Tal vez el hecho de no parar hasta demostrar que somos capaces de destruirnos a nosotros mismos y el mundo que conocemos sea el plano de inmanencia que ha necesitado y buscado durante miles de años para, como escribió el astrónomo y escritor alemán del siglo de las luces Lichtenberg, “Crear a Dios a nuestra imagen y semejanza”. Es muy posible que nuestra inspiración y capacidad para llenarnos de odio jamás nos abandone. El conflicto bélico desatado por Rusia es la enésima evidencia de esto. Es posible que lo llevemos en nuestro ADN, como las sensaciones negativas y los peores recuerdos que siempre nos acompañan a lo largo de nuestra vida, pero, ¡y si lográsemos de algún modo hacer comprender a quienes accedan al poder que tengan el valor de pensar que en el último instante como especie, como “gente”, nuestro instinto siempre va a optar por la vida!

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