lunes, 20 de junio de 2022

MALAS LENGUAS

Debe haber una explicación para que me asalte el recuerdo de aquel individuo que paseaba hace unos años por las calles más céntricas vociferando soliloquios. Tal vez algún mecanismo desconocido, relacionado con ciertas fobias en el juego azaroso de las correspondencias sociales y, quizá para ser más exacto, laborales, podría ser el causante de la aparición de una figura que por su nula trascendencia en mi vida diaria jamás habría pensado que emergería de la ciénaga de las cosas que por el efecto anestésico del tiempo solemos dar por inútiles. Parecía que el tipo elegía un trayecto predeterminado en el interior de una jaula imaginada, y luego, siempre por las esquinas más concurridas, con paso firme, casi militar, retrocedía del mismo modo sobre sus propios pasos. Antes del ejercicio fijaba la mirada al frente en un punto indeterminado y contraía sus músculos faciales como si tuviera que armarse de valor para enfrentarse a un grave peligro. Para quienes lo observaban por primera vez, su mirada torva y la pose decidida de su cuerpo al enfrentamiento eran señales de que un incidente violento o cuando menos de consecuencias imprevisibles era inminente. No tengo ni idea de cuándo abandonó aquel empeño ni qué ha sido de él desde entonces. Ahora ya no vocifera por los mismos lugares, al menos eso sí lo sé, pero no sé si consiguió con aquel alarde energético lo que algunas lenguas malhabladas insinuaban, y por eso ya no necesita continuar con el espectáculo, o si por el contrario con aquello obtuvo sanciones legales por desorden público y en consecuencia tuvo que renunciar a sus actuaciones y/o cambiar su modus operandi para alcanzar según algunos su extraña o cuando menos, hipotética finalidad. Sus estrepitosas frases resonaban con tanta fuerza que interrumpían las conversaciones de quienes estaban sentados en las mesas de las terrazas. Con aquella actitud chocarrera lograba un clima de crispación tan intenso que a los pocos minutos la gente empezaba a removerse en sus asientos y los viandantes evitaban cruzar la línea de su supuesto tránsito. Esto me recuerda a más gente que he visto tocada, a personas que creo que, con sus modales perturbadores y hasta intimidatorios hacia los demás, no hacen más que mostrar señales de alarma ante el terror que sienten de sí mismos. Hay gente por todas partes que parece estar mal. Aunque nunca se sabe, puede que tengan un plan e interpreten su papel histriónico con un propósito determinado. Puede que comprendan hasta tal punto el sentido de la abnegación ante sus sinos que asumen sin dilación que deben cantar las letras ininteligibles de los seísmos y las tempestades. Es posible que desde siempre a una parte de la humanidad solo le queda la posibilidad de interpretar un papel sin diálogos, un final compartido en el radicalismo de una Estoa reservada para la anonimia de quienes no pueden interactuar ni tampoco narrar sus propios destinos, una parte de la humanidad que no elude el enfrentamiento y que en vida se debate contra el vértigo de la eternidad. Puede que en la forma de sus discursos, cargados de sintagmas nominales de todo tipo con preguntas y respuestas dirigidas a él mismo a diestro y siniestro, se escondiesen las razones por las que eligió “su soledad”. Aún retengo en la memoria algunas de sus frases: Ella dejó de quererme. ¿Por qué? Pues porque un montón de imbéciles les contó mentiras sobre mí. Aquellos hijos de puta tuvieron la culpa de que me despidieran de la empresa. ¿Por qué lo hicieron? Para que ellos pudiesen conservar sus empleos. Aparentaba poco más de cuarenta años. De estatura media y complexión débil, pelo negro con visibles indicios de calvicie, y frente amplia por encima de unas cejas muy pobladas y arqueadas A pesar de vestir con pantalones y botas de trabajo daba la impresión de que hacía demasiado tiempo que no trabajaba. Algo te decía que sus ropas estaban ajadas por el uso diario y no por el deterioro a causa de las labores que fuesen. Era evidente que reunía el perfil de víctima del salvajismo capitalista con los más débiles que los derechos constitucionales una vez más no habían podido evitar en la última crisis económica. Cualquiera habría dado por hecho que había consumido todas las prestaciones de desempleo y que en la resaca de la ola inevitable fue arrastrado en la desesperación y la impotencia. La tentación de lograr una pensión por enfermedad mental permanente para alcanzar una estabilidad para su familia (no sé si la tenía) en medio de aquella tormenta social en la que aquellos con peores currículos, los menos inteligentes y capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias o aquellos de autoestima deprimida, eran devorados sin piedad por la bestia, parecía un argumento más que convincente para comprender y tolerar aquel triste y desconcertante espectáculo. Hace un par de días acudí a las oficinas municipales para solicitar un certificado de empadronamiento. Estaba obligado a demostrar mi lugar de residencia a los bancos a los que había presentado solicitud de préstamo hipotecario. Pasé por aquellos lugares por donde este tipo actuaba. Ni rastro de él. Justo aquel día se hundió el IBEX sin remedio pero, como siempre, la gente desayunaba y conversaba afablemente en las mesas ajena a todas esas cosas que con tanto furor anuncian los medios de comunicación. En mi cabeza, en un lugar muy lejano, resonaba mi voz con una fuerza para mí desconocida. Tuve la sensación de que hacía demasiado tiempo que no caminaba por aquellas esquinas.

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