lunes, 17 de marzo de 2014

ÚLTIMO SOL








Como siempre, justo a las cuatro horas después de acostarse, se levantó y fue a orinar en el silencio de la madrugada. Durante los instantes de satisfacción, también como siempre, se dejó caer en el vacío de su mente y seleccionó entre otras muchas razones enredadas como una masa informe de hilos en el olvido, la principal y más importante de todas. No se lo ha preguntado nunca, ni nadie se lo ha planteado, pero tal  vez use esta estrategia con el corazón dormido para encontrar la tranquilidad de un niño, para que le ayude a no perder el hilo del sueño. Sin embargo, desde hace un mes utiliza y repite la misma razón, el mismo pensamiento u olvido. Una obsesión que ha acabado por destrozarle el sueño y terminar levantándose para visitar sin saber por qué el mismo lugar.
   La primera madrugada que hizo tal uso, la micción fue más larga e intensa que de costumbre. El placer obtenido se excedió por encima del nivel de las sensaciones conocidas y celebradas. En un lento abrir y cerrar de ojos retrocedió cuarenta años en el tiempo. Anduvo por el estrecho sendero rodeado de pinos y zarzas hasta llegar al lugar acordado para la cita. La primera cita del niño que fue y que apenas recordaba a pesar de que el extremo del hilo prendido sobresalía visiblemente en el vado del tiempo.
   Lo mezcla de olores del cercano humedal perturbó sus sentidos, apelmazados desde hacía años a causa de la vigencia de una política y una economía en la que se sentía cómodo y feliz, y que le habían abocado a la fragua y consolidación de una familia y un trabajo. Amaba todo lo que hacía y le rodeaba. Quería a su mujer y a sus hijos por encima de Dios o de las fuerzas creadoras. Pero de repente en aquella madrugada, en unos instantes reveladores o caóticos, sintió que su vida había tomado la dirección contraria a la del estrecho sendero,  que por alguna razón se había dirigido campo abierto hacia lugares de un único olor o únicos olores que son lugares. A la vida tal cual se ofrece y por la que brindamos por vivirla.

   Aquella madrugada,  la duermevela se transformó en vigilia, y de esta infirió tras un tiempo que no supo si fueron minutos o noches enteras entre las sábanas, que los olores recordados se habían extendido en su red neuronal como el mayor de los placeres o como la mayor de las amenazas. Utilizó el sueño no como descanso, sino como una excusa para emborracharse de los olores y presentarse puntualmente en aquel lugar. Se acuesta y a los pocos minutos, entre los hechos e imágenes ordinarias acaecidas durante el día y la aparición del rostro nítido de la niña a la que tanto había deseado, se queda dormido con la potencia somnífera de los olores. La tierra mojada  y el aire que arrastra las esencias putrefactas de las plantas bajo un sol abrasador lo llevan hacia un profundo sueño en el que, sin saberlo, pierde su identidad y todos sus recuerdos. Como siempre se levanta justo a las cuatro horas y orina en el silencio de la madrugada. Se viste con su mejor traje, su corbata favorita y sus mejores zapatos. Se dirige hacia el aparcamiento subterráneo y deja su perfume en el aire del ascensor. Sus fosas nasales se abren buscando la dirección del olor del humedal y rastrea como lo haría un perro hambriento hasta encontrar su coche. Arranca el motor. Es la señal para que su respiración comience a agitarse. Atraviesa la ciudad saturada ya a esa hora por los olores del placer y la amenaza. En el quilómetro veinticinco de la autopista del este se une a la caravana de vehículos que se dirigen apuntando con los faros encendidos, según dicta el código de circulación, hacia las montañas del alba. Al otro lado de la cordillera, en la llanura, toma la primera salida de la autopista junto a cientos de vehículos. El cielo lucha contra la oscuridad y contra la inmensa nube de polvo que levantan los automóviles en la pista forestal. Su cerebro es una cápsula concentrada de olores cuando la expedición se detiene y los viajeros, con sus mejores galas, se precipitan campo a través hacia el último sol.   

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