Como
siempre, justo a las cuatro horas después de acostarse, se levantó y fue a
orinar en el silencio de la madrugada. Durante los instantes de satisfacción,
también como siempre, se dejó caer en el vacío de su mente y seleccionó entre
otras muchas razones enredadas como una masa informe de hilos en el olvido, la
principal y más importante de todas. No se lo ha preguntado nunca, ni nadie se
lo ha planteado, pero tal vez use esta
estrategia con el corazón dormido para encontrar la tranquilidad de un niño,
para que le ayude a no perder el hilo del sueño. Sin embargo, desde hace un mes
utiliza y repite la misma razón, el mismo pensamiento u olvido. Una obsesión
que ha acabado por destrozarle el sueño y terminar levantándose para visitar
sin saber por qué el mismo lugar.
La primera madrugada que hizo tal uso, la
micción fue más larga e intensa que de costumbre. El placer obtenido se excedió
por encima del nivel de las sensaciones conocidas y celebradas. En un lento
abrir y cerrar de ojos retrocedió cuarenta años en el tiempo. Anduvo por el
estrecho sendero rodeado de pinos y zarzas hasta llegar al lugar acordado para
la cita. La primera cita del niño que fue y que apenas recordaba a pesar de que
el extremo del hilo prendido sobresalía visiblemente en el vado del tiempo.
Lo mezcla de olores del cercano humedal
perturbó sus sentidos, apelmazados desde hacía años a causa de la vigencia de
una política y una economía en la que se sentía cómodo y feliz, y que le habían
abocado a la fragua y consolidación de una familia y un trabajo. Amaba todo lo que
hacía y le rodeaba. Quería a su mujer y a sus hijos por encima de Dios o de las
fuerzas creadoras. Pero de repente en aquella madrugada, en unos instantes reveladores
o caóticos, sintió que su vida había tomado la dirección contraria a la del
estrecho sendero, que por alguna razón se
había dirigido campo abierto hacia lugares de un único olor o únicos olores que
son lugares. A la vida tal cual se ofrece y por la que brindamos por vivirla.
Aquella madrugada, la duermevela se transformó en vigilia, y de
esta infirió tras un tiempo que no supo si fueron minutos o noches enteras
entre las sábanas, que los olores recordados se habían extendido en su red
neuronal como el mayor de los placeres o como la mayor de las amenazas. Utilizó
el sueño no como descanso, sino como una excusa para emborracharse de los olores
y presentarse puntualmente en aquel lugar. Se acuesta y a los pocos minutos, entre
los hechos e imágenes ordinarias acaecidas durante el día y la aparición del
rostro nítido de la niña a la que tanto había deseado, se queda dormido con la
potencia somnífera de los olores. La tierra mojada y el aire que arrastra las esencias putrefactas
de las plantas bajo un sol abrasador lo llevan hacia un profundo sueño en el
que, sin saberlo, pierde su identidad y todos sus recuerdos. Como siempre se
levanta justo a las cuatro horas y orina en el silencio de la madrugada. Se
viste con su mejor traje, su corbata favorita y sus mejores zapatos. Se dirige
hacia el aparcamiento subterráneo y deja su perfume en el aire del ascensor.
Sus fosas nasales se abren buscando la dirección del olor del humedal y rastrea
como lo haría un perro hambriento hasta encontrar su coche. Arranca el motor.
Es la señal para que su respiración comience a agitarse. Atraviesa la ciudad
saturada ya a esa hora por los olores del placer y la amenaza. En el quilómetro
veinticinco de la autopista del este se une a la caravana de vehículos que se dirigen
apuntando con los faros encendidos, según dicta el código de circulación, hacia
las montañas del alba. Al otro lado de la cordillera, en la llanura, toma la
primera salida de la autopista junto a cientos de vehículos. El cielo lucha
contra la oscuridad y contra la inmensa nube de polvo que levantan los
automóviles en la pista forestal. Su cerebro es una cápsula concentrada de olores
cuando la expedición se detiene y los viajeros, con sus mejores galas, se precipitan
campo a través hacia el último sol.
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